No hablamos del Everest. Ni del Lhotse, que acaba de coronar el astur Egocheaga. Bajamos un poco más. Estamos en el valle de Riaño, presidido por el Yordas, en el verano de 1982. Una mañana, dos primos, de 14 y 18 años, deciden subir el otro pico emblemático del ‘sky line’ riañés: el Gilbo. Es de talla menor que el Yordas, pero es un paseo con trampa pues es muy pindio por su frontal y le crece de la cima hacia atrás una larga cresta, como la espalda de un dinosaurio, por la que caminas en equilibrio de trapecista. Pese a este riesgo, consustancial a la montaña, no hay partes de guerra en el historial de este microeverest riañés. Pero pudo haberlo, sin duda, en 1982.
Los dos primos salen de la plaza del pueblo por la mañana sin haber dado cuenta a sus familias. Suben el Gilbo en un pispás, sin darse un pijo de importancia. Lo atacan por lo fácil: campo de San Miguel, Vallarqué hacia el fondo, subida lateral y cresteo hasta la cima, desde donde hay una espectacular vista del valle de Riaño (del viejo Riaño, no nos confundamos). Tras unos minutos de relax, llega la decisión tonta: bajar por delante, gateando por una gran vertical. Entre las rocas aparece un corto tramo de hierba larga y tumbada. Sientan el culo y se deslizan por ella hasta el siguiente roquero. Bien. Divertido. Derrapa que da gusto. Pero hete aquí que el primo mayor toma ventaja y se pierde de vista del menor. Entonces se oye un grito: “¡Adriaaaaan!”. “¡Corre!”. “¡Ayuda!”. Unos metros adelante, el primo menor ve otro tramo de hierba larga, muy corto, los picos de unas rocas y la voz de Jayo, del primo mayor, que cuelga del abismo. Te acojonas entero. Él advierte que la hierba resbala. No hay tiempo que perder. Te tumbas y vas deslizándote hacia abajo, llegas así, horizontal, a la caliza saliente, que te hace de parapeto y distingues entonces, una gota más abajo, las manos, solo las manos, de Jayo agarradas a la montaña. Entonces, desde tu defensa, extiendes un brazo todo lo que puedes para que él se coja y trepe por él. Lo hace. Poco a poco. Y emerge.
Cuando, media hora después, aún con el susto en el cuerpo, los primos caminan ya hacia Riaño por el campo San Miguel, el rescatador, satisfecho, le dice al rescatado: “Vaya pote que me voy a dar”. Pero él le replica: “No cuentes nada, que mi madre no me deja ir más al monte”. Se firma el pacto de silencio. También se cierra un círculo: si en el Gilbo salvaste a tu primo en 1982, en las faldas del Gilbo, doce años atrás, su hermano mayor, Marianín, te sacó del canal cuando habías caído dentro, sin que nadie te viera, y te comenzaba a llevar la corriente. Con el correr del tiempo, Jayo acabó por dedicar su vida a la montaña con una empresa (Lobonomada) especializada en excursiones por el Parque de Redes. Marianín falleció en plena juventud. Y el rescatador rescatado lo cuenta ahora, gracias a su mano providencial, para que conste en los archivos de la memoria familiar.