Miras desde la cocina hacia la huerta del suegro justo en el instante en que aterriza un ñerbatu frente a la ventana. Se posa plácido, mira para ambos lados y se queda quieto, reposado, durante más de un minuto. Qué guapín. Cuerpo negro y pico naranja; mirlo. Así me había adoctrinado mi amigo Cráneo cuando le pedí claves para identificar a los pájaros. Más tarde, el suegro aportaría la versión asturiana. “Eso es un ñerbatu”. El palabro se las trae, pero es francamente bonito. Qué pensará él: ¿Mirlo o ñerbatu? Igual usa el primero en su versión celestial, cuando busca el apareo, y el otro cuando se va de copas con los colegas.
El mismo debate se puede abrir con el petirrojo o raitán. Las dos opciones pesan. Suenan bien, cadenciosas, musicales. Acordes con una de las pocas aves que cantan alegremente todo el año, llueva, solee o truene, a decir del mismo informante. Luego está el palabro astur por excelencia: el ferre. Eso ya son palabras mayores. No hablamos de pajarillos apoyados en las ramas de los manzanos, sino de aves rapaces de envergadura que se posan en los postes de la luz. En Asturias llamamos ferre al gavilán, pero a veces también por defecto a piezas de buen porte que son primas hermanas del águila culebrera. Y luego está la pega, negra y blanca, con cierta mala prensa por su afición a comerse huevos ajenos e incluso a robar objetos brillantes. Quizá le pegue más llamarse urraca.
De toda nuestra fauna aérea informa Gonzalo Gil, maliayo de pro, amante de la naturaleza y de los pinceles, en un pequeño libro, más bien libreta, con formato de anillas, a la venta en el Museo Evaristo Valle, por menos de diez euros. En cada página hay un pájaro dibujado y una sucinta información acerca de sus características más elementales. El librín de Gonzalo es un pequeño tesoro para quien guste de mirar con curiosidad a las ramas de los árboles. Cuando vea un ñerbatu seguro que no se le escapa.