La pesona que mira de frente, de joven y de viejo, hizo una única cosa en su vida: matar por la espalda, armado con un piolet, a Leon Trotsky. Ese fue su único trabajo remunerado. El crimen tuvo lugar en México el 20 de agosto de 1940. Ramón Mercader del Río (Barcelona, 1913 – La Habana 1978) contaba 27 años. Lev Davidovich Bronstein (Ucrania, 1879 – Coyoacán 1940), 60. El violento asesinato, premeditado durante años, fue un encargo explícito de Stalin para acallar definitivamente a la única persona que se atrevía, un día sí y otro también, a denunciar su barbarie. El dictador ruso no se contentó con usurpar el poder que le correspondía a Trotsky a la muerte de Lenin, ni con enviar a su rival al exilio, ni tampoco con matar a sus hijos. Finalmente, quiso su cabeza. Y acabó por enviar un sicario a cobrársela. Ese sicario fue Ramón Mercader del Río. Stalin no quería un atentado explícito de la Unión Soviética. Quiso simular un crimen despechado de una persona que se hiciera pasar por un trotskysta desilusionado. Así fue reclutado Mercader en Barcelona en 1938, enviado a Moscú para su adiestramiento y, finalmente, tras construirse una elaborada coartada vital en París, Nueva York y México, recibió la orden de ejecutar su misión.
¿Se sintió orgulloso Mercader de aquel crimen que fue portada de la prensa mundial? ¿Consideró que hizo lo que debía? ¿Fue feliz antes o después de aquella calurosa tarde de agosto? Todas las respuestas son negativas. En la vida de Ramón Mercader hay un grito desgarrado de una persona que se gira para mirarle justo en el momento en el que arremetía con un piolet contra su cabeza. Antes de eso, hay una infancia en Barcelona en el seno de una familia bien, una madre derivada a comunista recalcitrante que le inocula el veneno prosoviético y un adoctronamiento en Moscú que le convertirá en políglota (Mercader hablaba perfectamente español, catalán, inglés, francés y ruso), gentleman y obediente soldado revolucionario ruso. Después, veinte años de cárcel en México, una existencia anodina de nuevo en Moscú y un epílogo cubano. Ni el Ramón Mercader fiel a Stalin, ni el Ramón Mercader asesino por un día, ni el Ramón Mercader visitado en la cárcel por una deslumbrante Sara Montiel, ni el Ramón Mercader ciudadano soviético pensionado por sus inestimables servicios a la patria, ni el cubano, ni el español fueron nunca felices. El tormento de haber matado a un hombre lúcido, brillante y cercano, tras haber tratado con él en varias ocasiones; el tormento de haber obedecido a un líder abstracto, Stalin, en vez de a su conciencia fue un lastre demasiado pesado como para poder mirarse al espejo cada día sin sentir una extraña repulsión.
En ‘El hombre que amaba a los perros’, el escritor cubano Leonardo Padura cuenta la vida de Ramón Mercader y Leon Trotsky entrelazadas por el trágico destino que acabaría por unirlas. Cinco años de intensa investigación dieron el fruto apetecido en 2009, cuando Padura sacó a la luz esta magistral obra escrita con talento, rigor y un poder de atracción irreversible. Entrar en su espiral es un camino sin retorno que acaba por zarandear e incluso atormentar al lector. El Trotsky exiliado conmueve. El camino de Mercader hacia el crimen inquieta. Y el resultado final desasosiega. Tras cerrar la última página del libro, que hace la número 573, resulta inevitable acudir a Youtube. Ahí se encuentra fácilmente una larga entrevista a Leonardo Padura en su casa de La Habana, donde el autor desvela interesantes claves sobre su punto de vista de la trama. Luego, poniendo el nombre de nuestro ilustre asesino español aparece un documental titulado ‘Asaltar los cielos’ (también ‘Asesinato de León Trotsky’), dividido en capítulos de nueve minutos, que te deja literalmente absorto. Imágenes históricas, grabaciones de Trotsky cuidando de sus cactus y de sus conejos, testimonios vivos del hermano de Mercader, de su hija adoptiva, del nieto de Trotsky, que estaba en la casa de Coyoacán la tarde del crimen, de los guardas de seguridad de aquella casa, quienes recuerdan aún cómo un Leon Trotsky ensangrentado, con un piolet en su cabeza, les pedía que no matasen a Mercader cuando acudieron corriendo alertados por su desgarrador grito… La historia es tremenda, horrible, demasiado descarnada para dejar impasible a nadie. Y demasiado buena para no ser leída.