A Óscar, compañero de trabajo, le cae un balonazo cuando está montado en su moto al lado de un parque. Devuelve la pelota. Al cabo de un minuto le cae otro balonazo, esta vez a la moto. Entonces coge la pelota y espera que un niño acuda a recogerla. Tener cuidado con el balón, le dice antes de devolverla. Hasta ahí todo normal. Pero no tarda en llegar un padre. ¿Qué le has dicho a mi hijo? Pues nada, que tengan cuidado con la pelota; me han dado ya dos balonazos. El padre pone cara de malas pulgas y se va sin mediar palabra tras perdonar la vida a Óscar.
Esta escena, ocurrida en un parque de Gijón hace unos días, es un fiel reflejo del origen del problema que vivimos. Igual que cuando un padre, llamado a capítulo al colegio, amenaza con dar de hostias al profesor en vez de animarle a ser más severo con su hijo; o cuando le compra todo lo que le pide, teléfono móvil incluido, para quitárselo de enmedio y ‘compensar’ que casi lo conoce más por las fotos del álbum familiar que por el tiempo que pasa con él. Claro, ocurre que el padre trabaja y la madre también, de modo que ambos consideran que pagando la educación de sus hijos en un colegio privado o concertado han hecho ya un gran sacrificio. La educación de los hijos será cosa de los profesores, mientras ellos trabajan a destajo y se van de cena con los amigotes el fin de semana. Este retrato de la sociedad moderna alimenta; 1. el desafecto 2. la falta de valores. 3. el vandalismo.
En este contexto, tirar un papel, una lata o una botella de plástico al suelo es lo mínimo que puede hacer el infante reconvertido en adolescente para demostrar al entorno su rebeldía vital. Hablar todo el día por el móvil, tener más dinero en el bolsillo a los 13 del que yo tuve jamás a los 18, no leer un libro ni por asomo y ver ocho horas diarias de televisión completan el cuadro de la imbecilidad. ¿Conocen los padres a sus hijos? ¿Son conscientes de que alimentan monstruitos consentidos? ¿Se han parado a pensar que son ellos (y no los profesores) quienes deben educarlos cada mañana en el desayuno? Niet, niet, niet.
Cuando ves en EL COMERCIO las fotografías de las resacas del botellón en Cimadevilla, en Somió o en la playa de San Lorenzo podrías pensar que se trata de un reportaje de África. Y aun así resultaría extraño. Pero no. Es Gijón. Sólo que cuando tú sales a la calle un domingo por la mañana una legión de sufridos barrenderos han recogido ya los detritos de estos adolescentes de las pelotas. Si los padres no hacen bien su labor, quizá se deba imponer el modelo yanqui de los trabajos sociales. El botellón no hay que multarlo con dinero sino con ejemplo: un fin de semana limpiando el Piles, recogiendo compresas de la orilla de la playa, peinando los montes… Así, cuando la perlita en cuestión lleve seis horas rodeado de la mierda tirada por otros igual empieza a accionarse, como por arte de magia, el mecanismo de la conciencia en su cerebro.