(Tragicomedia griega 12)
Leonard Cohen invirtió la herencia de su abuela en la compra de una casa en Hidra allá por el año 1960. No tenía ni luz ni agua potable. Pero allí fue feliz. “Fue el dinero mejor gastado de toda mi vida”, declararía tiempo después. En Hidra, aquel Leonard Cohen de veintitantos años, un gigoló por entonces, vivió la bohemia con dos novias a la vez, compuso algunas de sus mejores canciones y disfrutó de la isla a cuerpo de rey. Fue entonces cuando se puso de moda. Hidra no tenía (ni tiene) coches ni motos, ni agua potable en los grifos de las casas, lo cual añadía un encanto adicional a su increíble belleza natural: casas blancas escalonadas en forma de herradura sobre el puerto, con una montaña terrosa a sus espaldas, un mar inmaculado enfrente, salpicado de islotes, y una colonia de burros frente a los yates como medio de transporte oficial, bien para llevar las maletas del turista o para dar una vuelta ‘turística’.
Esa es la única pega de Hidra: el turismo. Desde que fueran Leonard Cohen, algunos actores y algún que otro famosillo, la isla tiene un cierto bullicio, que no rebasa la barrera del sonido en la primera semana de julio. Quizá agosto sea otro cantar. A apenas 15 minutos de bote del Peloponeso y 2 horas de hidrodeslizador del Pireo (Atenas), Hidra es una tentación demasiado cercana como para pasar inadvertida a griegos y extranajeros. Cuando te bajas del pequeño bote, el 6 de julio de 2013, a la una de la tarde, lo primero que haces es abrir la boca por la belleza que te rodea. Ves los burros a tu disposición, pero prefieres encontrar tú el hotel Hidroussa tirando de la maleta con ruedas. Tal parece haber sido un balneario el Hidroussa o una antigua escuela; con habitáculos amplios, paredes blancas y muebles hermosos. Abres la ventana de la habitación y te topas con unas casas con sus contraventanas abiertas enmarcadas en el monte y la roca que las rodean. Te sientes en la gloria.
Toca comer. La guía recomienda dos restaurantes interiores del pueblo, pero hace un calor de justicia, así que prefieres asomarte al puerto. Para sentarte te orientas por las mesas, por los manteles, si parecen ‘acogedores’ o no. Eliges unos azules con sillas guapinas y cuando abres la carta te das cuenta del terrible error. Es algo así como un burguer en versión griega. Te disculpas y te vas. En el siguiente das en el clavo. Tomarás una crema de pimiento rojo y feta espectacular (su nombre no lo recuerdo), una ensalada griega y un calamar. Todo ello viendo los yates atracados ante tus narices, con una doble pareja de veteranos ingleses echando una partida de cartas en el de enfrente mientras una mujer algo más joven toma el sol. Debates con la esposa cómo será la vida en el yate, si resultará cansado tener una casa flotante o no; hasta llegar a la conclusión de que estaría maravillosamente bien una semana al año, pero no tan bien estar en la mar de forma permanente. Con esas dudas sobre el yate, vas a comprar los billetes de barco para dos días después y te dispones a inspeccionar la isla.
Hidra mira al Peloponeso de frente y tiene dos paseos marítimos a izquierda y derecha salpicados por playas, para las que salen algunos barcos desde el puerto. Tú eliges el izquierdo a pie. El camino va a cierta altura respecto al mar, ofreciéndote cada poco bajadas a algún pedrero. Las vistas son maravillosas. Distingues un islote minúsculo con una capilla donde ofician bodas, que luego se celebran en un lujoso restaurante (que acabas de sobrepasar) encaramado sobre el mar. Piensas inmediatamente en ‘Mamma Mia’ e imaginas a Merryl Streep deshojando la margarita en ese paisaje bucólico. Miras a la esposa y le cantas asumiendo el papel de Pierce Brosnan, o sea, el que se lleva el gato al agua. Ella ríe y replica. El musical está en marcha en versión asturiana subtitulada. Cuando te das el primer baño en tu última isla griega, mirando el islote de la capilla y las montañas del Peloponeso te sientes Agamenón, Aquiles y Héctor; con tu Helena de Troya zambulléndose a unos metros. Es el inicio, o el fin soñado, de la ‘Iliada’ asturgriega con el único pesar de que te queden dos días en vez de cuatro para reposar un poco más las emociones.
Para la primera cena harás caso a la guía, que se corona de gloria una vez más. En un callejón estrecho, un restaurante con pinta triste, Taverna Gitoniko, te hace dudar si dar el paso. Pero de repente te das cuenta de que lo gordo se cuece en la azotea, donde te toca una mesa esquinada junto a la barandilla. Te sientes el rey del mambo. Pides una originalísima ensalada de remolacha con puré de patata (con ajo) frío, unos fritos de calabacín y una jarra de resina. Cena ligera y sabrosísima. El puerto, de noche, tiene mucho ambiente, que disfrutas tomándote un café frapé.
Al día siguiente vuelves por la mañana al paseo izquierdo, que recorres casi dos horas, pasando un bonito pueblo y varias calas, hasta quedarte en la última. Otro baño espectacular, tumbona con novela, comida ligera en una terraza… ¡Esto es vida! Por la tarde atacas el paseo derecho, hasta llegar a una bahía donde te darás el último baño griego. Por el camino te topas con otra capilla ‘Mamma mia’, donde ruedas una escena más del musical. Pierce ya no tiene secretos para ti. Imitas con profesionalidad incluso sus movimientos de cejas mientras cantas. De noche no dudas en volver a Gitoniko, restaurante que los autóctonos llaman también Kristina, pues así se llama la dueña. Esta vez atacas dos entrantes y una carne guisada con pequeñas cebollas que está de muerte. Tomas de remate tu último plato de sandía griego y, al volver al hotel, haces la última tentativa de dar con la casa de Leonard Cohen, que, al parecer, conserva. Algunos consultados aseguraron no tener ni idea; lo cual te cuesta creer. La recepcionista la sitúa en una zona comprendida entre un supermercado y una farmacia.
Das un paseo pueblo arriba sin éxito, aunque las callejuelas tienen gran encanto. Imaginas a Cohen con Merryl Streep y Brosnan charlando en la terraza de la casa. Pero Hidra está silencioso. Cuando a las 7.15 horas del día siguiente montas en el hidrodeslizador que te llevará al Pireo, giras la vista hacia Hidra, pones música de Leonard Cohen en tu disco duro y te apetece quedarte. Tienes por delante un hidrodeslizador, un autobús al aeropuerto de Atenas, un avión a Barcelona y otro a Asturias, donde al poner el pie en tierra firme despertarás de golpe de tu sueño griego. Entones pasas de golpe a las rancheras: “Y volver, volver, voooooooolver”.