La nave espacial ‘Mareona 13’ aterrizó en la Plaza del Parchís sin problemas, según indicaron las coordenadas del aparato. Sin embargo, al abrir la tapa, Joselín no distinguió un solo edificio. A Gijón se lo había tragado la tierra; o la arena, pues estaba literalmente rodeado de dunas. ¿Estaría realmente en Gijón? Su misión de encontrar playas de restallu en Marte había acabado como una romería en Peón. Los alienígenas habían apedreado hasta la muerte al gaitero que lo acompañaba nada más pisar el planeta rojo e iniciar, como manda la cortesía, el ‘Asturias patria querida’. Joselín lanzó las doce cajas de sidra que llevaban para tajar a los marcianos y comprar a buen precio una playa en condiciones, arrancó el aparatu construido en Porceyo y se las piró sin dar tiempo al edil Carlos Rubiera, que le acompañaba, a parlamentar con cantaradas. Le dejó allí tirado.
Orientado por la brújula, Joselín puso dirección Norte entre las dunas. Si estaba en Gijón debía de toparse con la Escalerona. Pero allí no había nada. Arena, charcos, más arena y un sonido lejano del mar. Vagó durante una hora en dirección Nordeste buscando una explicación. Cuando se fue, Gijón apenas tenía playa. Ahora era, si es que era, una gran masa de arena. No había ningún elemento que identificara a la ciudad, aunque el ambiente le resultaba familiar.
La temperatura, la humedad, la atmósfera eran ciertamente las de Gijón. De repente, a la vuelta de una masa arenosa, distinguió un brazo de bronce emergiendo del suelo con unos característicos dedos. Corrió hacia él, arañó la arena y fue destapando con sus manos un rostro más que familiar: la Lloca del Rinconín. Se abrazó a ella desconsolado y gritó, arrodillado: “¡Malditos! ¡Lo habéis destruido toooodo! ¡Maldigo las guerras! ¡Os maldigo a toooodos!”. Así estaba Joselín, en su desgarrado llano, cuando tres jinetes a caballo se aproximaron hacia él. Se frotó los ojos sin dar crédito a lo que veía: Gabino de Lorenzo, Agustín Iglesias Caunedo y Ovidio Sánchez, transmutados en simios, pero reconocibles pese a sus barbas y sus focicos, avanzaban solemnes hacia él con un trabuco en la mano izquierda, mientras guiaban a sus rocines con la derecha. “Atadlo”, ordenaron al grupo de soldados carbayones que les seguían.
¿Dónde está mi Xixón cabrones?, alcanzó a preguntar. Un golpe seco de trabuco lo dejó fuera de combate. Cuando despertó, Joselín estaba en una angosta celda en los bajos de la catedral de Oviedo. Un harapiento compañero de presidio le abrió los ojos a la nueva realidad. Aprovechando las mareonas de San Nicolás, Oviedo había provocado un terrible maremoto, arrojando el edificio Calatrava más allá de las Amosucas, que se había tragado Gijón. La ola gigante había devorado la ciudad y había traído consigo una lengua de arena que, según el proyecto carbayón, había de conformar una nueva playa, la mayor de Europa, hasta las mismas puertas de la capital. 28 kilómetros de arenal nada menos. Un sinfín de camiones y palas excavadoras habían comenzado a allanar el terreno desde San Julián de los Prados en adelante, según podían ver desde la pequeña ventana de la celda. El maremoto, además, no había dejado supervivientes.
Tumbado en el catre, Jesulín se devanaba los sesos buscando un plan, una idea que devolviera a Gijón su pasado esplendor y pusiera las cosas en su sitio. Pero no se le ocurría nada. De repente, cuando estaba en plena duermevela, escuchó unos gritos a su lado acompasados por el sonido de las olas. Un pie le aplastó de pronto la cara y justo al incorporarse la mar devoró en un instante tanto su cuerpo como su toalla. Jesulín había ido a la escalera 12, donde se había quedado peligrosamente dormido, rodeado de humanidad, mientras la mareona avanzaba inexorable. La última ola había provocado una estampida de quienes estaban en primera línea y él saltó como un resorte empapado de sudor y gritando desaforado: “¡Muerte a los simios carbayones!”. Sonó entonces una gran carcajada a su alrededor. Él se frotó los ojos y lo vio todo de nuevo en su sitio. Todo salvo la arena de la playa.