Una mochila tiene escaso valor. Sobre todo, si es de Decathlon, es de plástico fino y has pagado por ella unos 4 euros. Sin embargo, cuando regresas de tu maravilloso baño en la Escalerona para recoger tu mochila a la altura del Tostadero y te encuentras tus zapatos solos sin el bulto que dejaste encima se adueña de ti el desasosiego. No es la mochila de 4 euros, ni la toalla, ni las gafas de bucear, ni la camiseta, ni (lo peor de todo) la llave del coche lo que te desasosiega; ni tampoco esos tomates cherry cogidos un par de horas antes en el prao, que quedaron danzando entre esos aperos. Es más bien la mala hostia que te produce, es el divorcio inmediato que te genera con el género humano, pese a que en San Lorenzo, el martes, a las dos de la tarde, solo haya un único cafre y los demás sean unas estupendas personas.

Llegas a la caseta de salvamento con el bañador mojado y los zapatos puestos. Cuentas tu caso al policía local. Pide que avisen a los socorristas por si ven una mochila azul por ahí tirada. Luego te dejan llamar a tu padre, que a esa hora está ya a la puerta de tu casa esperando que le abras para la pitanza. Le pides que coja un taxi, vaya a la suya, coja la llave ‘comodín’, vuelva y te espere. Luego emprendes la subida a pie, en bañador, a pecho descubierto por las calles de Gijón. Un vieyu te dice: ¡Qué! ¡Olvidaste la camiseta! Asientes. Una vez en casa coges rápido la moto, vas al coche con la segunda llave, por si el ladrón ha tenido la idea de pulsar el mando en su búsqueda, y cambias uno por otro. Más tarde comes a la carrera, pues se ha hecho tarde, elucubrando si sería un inmigrante, un parado o simplemente un cafre. Tiendes a pensar en la tercera hipótesis.

En 46 años de vida, nunca te habían robado en San Lorenzo, donde siempre has dejado un pequeño bulto con tus cosas para ir a bañarte. Te han robado en muchas otras partes. Lo más grave, aquel precioso Citroën Dos Caballos que se llevaron del Albaicín para estrellarlo en la fuente del Avellano, a las faldas de la Alhambra. Bonito lugar para morir, aunque indigno motivo. Desde bolígrafos a cazadoras (una en el Tik y otra en el Fomento), tienes una amplia colección de robos de diverso valor en tu haber. Pero aparte de aquel bendito coche que atravesó España varias veces, pesa más el desasosiego que el valor monetario. Que te roben en San Lorenzo es que te roben en tu casa, en tu pequeño paraíso diario, ahí donde ves la vida de color azul. Otras especies roban en nido ajeno, como la pega o el pájaro carpintero, aunque lo hacen para comer. En la jungla animal, las reglas de juego están claras. En la humana, solo presuntamente.

Hoy te levantas con un propósito. Volver a Decathlon a comprar tu mochila azul, tu toalla fina y tus gafas. Como si nada hubiera ocurrido. Y volver a San Lorenzo a darte un nuevo baño para restañar heridas: la rozadura de un pie haciendo sidra dulce, el corte en un dedo troceando un tomate de tu cosecha (espectaculares, por cierto) y el robo que ha sembrado la desconfianza en tu cabeza. Estas sabrosas olas de septiembre seguro que podrán con todo.