En una grieta del Lhotse reposa Jerky Kukuczka. El 24 de octubre de 1989, apenas dos años después de convertirse en el segundo hombre de la historia en llegar a la cima de los catorce ochomiles, el montañero polaco intentaba una nueva gesta sin precedentes: conquistar esta cumbre por su pared sur. Después de tres noches de vivac a más de 8.000 metros, ese día, a las ocho de la mañana, Kukuczka se lanzó pared arriba atado por una cuerda de unos 80 metros comprada, de segunda mano, en Katmandú. Cuando estaba próximo a la arista, Ryszard Pawlowski, el compatriota que le seguía, vio lo siguiente: “Jurek realizó dos movimientos rápidos y cuando me pareció que ya tocaba la arista de nieve, de forma completamente inesperada comenzó a resbalar. Al principio despacio, pero a cada décima de segundo más deprisa. Todavía no me había dado tiempo a comprender lo que estaba ocurriendo cuando pasó a mi lado…”. Kukuczka se despidió de este mundo con una caída al vacío de tres kilómetros que acaso le dejó totalmente irreconocible. Quien quizá haya sido el mejor montañero de toda la historia tenía 41 años, esposa y dos hijos.
Cuando Kukuczka empezó a escalar ochomiles en 1979, el tirolés Reinhold Messner se le había adelantado ocho años y le llevaba cinco ochomiles de ventaja. Cogerlo era una tarea casi imposible, máxime dada la modesta economía del polaco, que le obligaría a realizar mil cabriolas para reunir fondos para cada expedición. No lo logró. Pero su gesta supera a la de Messner en dos aspectos. Kukuczka ascendió las catorce cimas de la Tierra en 7 años, 11 meses y 14 días, un récord que nadie ha superado hasta la fecha. Y, lo que resulta más osado, lo hizo o bien en invierno, cuando el tiempo es absolutamente terrorífico, o bien por nuevas rutas o bien las dos cosas a la vez.
Cuando acabas el libro autobiográfico de este pedazo animal de la montaña (‘Mi mundo vertical’), donde narra en primera persona cada gesta de forma extraordinariamente sencilla, lo primero que piensas es en esa maldita cuerda de segunda mano que rompió a 8.200 metros. Luego repasas sus logros y te quedas de una pieza. Si en ‘Mal de altura’, de Krakauer, se te quedó grabado a fuego el peligro de coronar el Everest más allá de las dos de la tarde por aquello de que después de llegar a la cima hay que iniciar el descenso a toda leche con muy pocas fuerzas, con Kukuczka esa máxima salta en mil pedazos. Si en el Everest, una vez desatada la tormenta, al día siguiente verás cuerpos de montañeros congelados en mitad del camino; no te explicas cómo el montañero polaco no se murió de frío todas esas veces que coronó un ochomil avanzada la tarde y durmió a puro vivac cerca de la cima, tapado por un plástico, en cualquier oquedad de la montaña. “Debía de haber -40 grados y el viento era terrible, pero logramos dormir unas horas antes de bajar”, te cuenta como si tal cosa. Acabas concluyendo que la diferencia entre la vida y la muerte en esas circunstancias es estar a merced del viento o poder evitarlo metido en cualquier rincón. Sin embargo, no puedes dejar de pensar de qué material estaba hecho nuestro protagonista, que llegó a subir en un mismo viaje a Nepal, en pleno invierno, dos ochomiles corriendo del uno al otro para que no le caducara la licencia. Fue en 1985. Coronó el Dhaulagiri el 21 de enero y el Cho Oyu el 15 de febrero.
Si en ‘Mal de altura’ quedan en evidencia las expediciones comerciales al Everest, el pago de grandes sumas por gente inexperta para coronar los 8.848 metros que marcan el techo del mundo; en ‘Mi mundo vertical’ Kukuczka, acaso sin pretenderlo, deja en evidencia las picardías de los porteadores para multiplicar por cuatro sus ingresos e incumplir muchas veces los compromisos previamente adquiridos. No lo hace con intención de denuncia, pero sí narra sus dificultades para llevar a buen puerto las expediciones, en las que deberá luchar contra las condiciones extremas del tiempo, de las nuevas rutas que se propone abrir y, adicionalmente, contra la agotadora burocracia nepalí y las mil trapisondas de los autóctonos. Cuatro luchas en una para cada ascensión. Y siempre sin oxígeno (salvo ‘un trago’ que se metió en el Everest).
Una última ‘diferencia’ con ‘Mal de altura’ está referida a la pasión. Jugarte la vida en el Himalaya ha de ser por necesidad un deporte adictivo con una parte de disfrute, de conquista que Krakauer, pese a la apasionante narración, no describe. En ‘Mal de altura’ hay gente que vomita, que se marea, que tiene hambre, que escala sin tener las mejores condiciones y, al final, hay una tragedia. Todo contado maravillosamente bien. Pero no deja de haber una sucesión de elementos negativos. ¿Dónde está la pasión por la montaña? Pues sencillamente no sale, lo que te hace pensar en la montaña como negocio y en el rosario de muertes de aquel fatídico mayo de 1996 como un absurdo. En ‘Mi mundo vertical’ descubres en cambio al héroe anónimo, humilde, al que nada se le resiste, al hombre conquistador, al apasionado escalador que supera todas las adversidades para comerse el mundo y pisar sus mayores cumbres. Kukuczka cae simpático, además de ser un auténtico animal de la montaña. En una ocasión, al sumarse a una expedición, uno de los organizadores le miró de arriba abajo y le dijo: “Así que tú eres el famoso Kukuczka”, fijando la vista la barriguilla que lucía el polaco. Él le contestó para sus adentros: “Ya hablaremos arriba”. Ese era Jerky Kukuczka (Katowice, 24 de marzo de 1948 – Lhotse, Nepal, 24 de octubre de 1989), conocido por todos como Jurek, acaso el mejor escalador de la historia de la Humanidad.