'La última cena' de Leonardo | Campo y playu - Blogs elcomercio.es >

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Adrián Ausín

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'La última cena' de Leonardo

(Italia 2)

A las 6.30 suena el despertador. A las 7 desayunas. A las 7.25 sales del hotel Marconi bien abrigado, a paso rápido, rumbo a una trascendental cita con la historia. Atraviesas el casco histórico de Milán, giras detrás de la Scala, dudas un poco y, al final, das con Corso Meraviglie, que se convierte en Corso Magenta hasta llegar a la iglesia de Santa Maria delle Grazie, donde se oculta uno de los grandes tesoros de la Humanidad. Son las 7.55. Tienes reserva para las 8.15, pero mandan estar veinte minutos antes para apelotonar a cada grupo de veinticinco personas en una sala de espera. Reina el silencio. Has admirado desde fuera una iglesia del siglo XV, de ladrillo rojo, tamaño medio, muy coqueta, presidida por la espectacular cúpula de Bramante, sobre la que has recibido una clase magistral acelerada de esa historiadora del arte con la que llevas diez años felizmente casado (o sea, la muyer). Dentro, en la sala de espera se abren unas puertas de cristal emitiendo un sonido automático, pasas a un tramo intermedio y se cierran. Como en una prisión o en un banco, quedas encerrado entre dos cristaleras. Pasan unos segundos. Continúa un educado silencio. Se abre la siguiente puerta. La del acceso al refectorio dominico. Entras a un espacio desnudo, giras la vista a la derecha y te deslumbra una emoción indescriptible.

‘La última cena’ de Leonardo da Vinci es acaso una de las diez joyas de la Humanidad. La primera impresión es impactante. Las paredes laterales y el techo están desnudos, en color yeso; en la planta solo se alinean dos filas de cuatro bancos corridos. Y ante ti está Leonardo, a todo el ancho de la pared (8,80 metros) y a una altura (4,6) que comienza al nivel de tus ojos y se proyecta hacia el techo. La primera impresión la recibes algo turbia. Te pones las gafas y defines la imagen. Los colores están difuminados por el paso de cinco siglos. Pero reinan la armonía, la belleza y la tridimensionalidad. No tienes la sensación de estar ante una pared vertical, sino más bien te parece que podrías salir por las ventanas del fondo de la pintura mural de Leonardo. Primero te acercas hasta una especie de mostrador para contemplar los detalles. Luego te alejas para captar el conjunto, la perspectiva buscada por Leonardo para dar vida a los almuerzos de los dominicos en ese habitáculo cerrado. Durante quince minutos, 25 admirativos testigos de una de las más grandiosas expresiones del arte se mueven mudos por la sala buscando nuevos ángulos para la fascinación. Al cabo de ese tiempo, se abre otra puerta al fondo y, entre susurros, una mujer te invita a salir. Miras por un instante el fresco de la pared opuesta, ignorado por todos, pero optas por irte caminando hacia atrás para grabar en tu mente ese momento final.

Cuando sales a la calle te parece volver del túnel del tiempo. Viajas a 1494. Leonardo da Vinci, a sus 42 años, recibe el encargo del duque Ludovico Sforza, cuyo castillo visitaste la víspera a solo unas manzanas de distancia de Santa María delle Grazie, de plasmar su arte en el refectorio del conjunto eclesial. Durante cuatro años, Leonardo pasará días enteros pintando como un loco; mientras otros deambula por las calles de Milán buscando rostros reales que inspiren los de sus doce apóstoles, retratados en grupos de tres. El resultado final data de 1498, seis años después de que Colón pisara América. La obra fue admirada por todos. Sin embargo, comenzó a ser presa del deterioro con gran rapidez. En vez de pintar un fresco al estilo clásico, Leonardo innovó con óleo y temple sobre yeso seco, con lo que la pintura debió ser objeto de reformas ya desde el siglo XVI. En 1652, un iluminado habilitó una gran puerta que se comió la parte baja del cuadro, en su parte central, hasta el mismo borde de la mesa, con lo que se cargó los pies de Cristo. Así sigue. En 1797 las tropas napoleónicas usaron el refectorio como cuadra para sus caballos. Pensaron incluso en llevarse ‘La última cena’ para París, pero se dieron cuenta a tiempo de que se la iban a cargar. En 1943, en plena II Guerra Mundial, un bombazo destruyó el refectorio, dejando el fresco al descubierto. El último capítulo de esta controvertida historia de cinco siglos lo escribió un grupo restaurador que realizó una gran tarea entre 1977 y 1999 para darle a la obra los tonos adecuados. No los originales, pues su brillo nos dejaría ciegos. Pero sí los apropiados a la edad.

Contemplar ‘La última cena’, siquiera quince minutos, es algo que debe hacerse en esta vida, pues muy probablemente no tendremos otra. Como el David de Miguel Ángel en Florencia, las pirámides y el valle de los reyes en Egipto, el foro en Roma o el Partenón en Grecia. Leonardo fue pintor, escultor, arquitecto e inventor. Experimentó con armas de asalto, puentes, casas, naves y aparatos voladores, hasta el punto de concebir el embrión del helicóptero y el submarino (una bonita exposición en un edificio al inicio de la galería Vitorio Emanuelle muestra estos días maquetas y recreaciones visuales de todo ello). Y dejó para la posteridad algo tan absolutamente mágico como ‘La última cena’ en ese instante en el que Jesucristo dice “uno de vosotros me va a traicionar”. Quien quiera saber cómo reaccionaron los apóstoles debe reservar la entrada por internet con tres meses de antelación y sacarse un billete de avión a Milán. El aparato en el que volará ya fue concebido por Leonardo da Vinci en el siglo XV y el mural que le deslumbrará lo pintó ese mismo Leonardo también en el siglo XV. Qué no haría ahora.

 

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Gijón y otras hierbas

Sobre el autor

Adrián Ausín (Gijón, 1967) es periodista. Trabaja en el diario EL COMERCIO desde 1995. Antes, se inició en la profesión en Bilbao, Sevilla y Granada. En 2019 escribió para el Ateneo Jovellanos el catálogo 'Gijón Escultural'. Luego publicó la novela por entregas 'Cilurnigutatis Boulevard' en Amazon (2021). De la comedia pasó a la tragedia, sin anestesia, en la distopía 'El buen salvaje' (2022), donde denuncia los peligros para el hombre del abuso de las nuevas tecnologías. 'García' (2023) se pasa al costumbrismo con todos los ingredientes de la novela clásica, ambientada en el Gijón de 1979.


diciembre 2013
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