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Adrián Ausín

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Ancha es Castilla

Siempre despreciaste Zamora. Al pasar en coche, rozándola, veías aquellas anodinas casas de su cara Norte y apretabas el acelerador. En una ocasión, yendo tres treintaañeros a bordo, uno de ellos bajó la ventanilla y gritó: “¡Zamoranossss!”. Pronunciar el gentilicio era una forma de demostrarnos a nosotros mismos que Zamora, como Teruel, también existe. Fue una travesura gritar “zamoranos”. Era ir un poco de guay. Pasaron los años y empezaste a descubrir lugares de Castilla en los que nunca habías reparado. Impresionante Soria, bonita Cuenca, señoriales Segovia, Ávila, Salamanca… Pero Zamora seguía siendo transparente para tus ojos.

Hace unos meses te perdiste por la provincia un fin de semana en el entorno de los lagos de Sanabria. Comiste en Carbajales de la Encomienda en un sabroso restaurante llamado Carpanta. Dormiste en Porto, en el fin del mundo, en la linde con Galicia. Allí viste a ras de carretera jabalíes, corzos y perdices en cantidad; además de dar un buen paseo por un monte abierto, salpicado de lagos, que es una de las mayores reservas de lobos de España. Cenaste cochinillo como un ñu. Y compraste pan rico, esas hogazas que duran cinco días y saben a horno de leña.

 

Faltaba Zamora capital. Así que el viernes, cuando ibas camino del Castillo del Buen Amor, fortaleza reconvertida en posada en 2003, unos 30 kilómetros antes de llegar a Salamanca, desviaste el coche hacia las entrañas de Zamora a saldar una deuda de juventud maleducada. En internet habías descubierto una referencia de interés: Aceñas de los Olivares. Curioso nombre de tres molinos del siglo X que se alinean a un lado del Duero, a las faldas de la Zamora histórica. O sea, su cara Sur. La cara oculta de Zamora desde la autovía de la plata.

Ahí lo primero que te deslumbra es el Duero, amplísimo, alegre, con un paseo a ambas orillas desde el que vas haciéndote a la vista de la muralla zamorana, de su catedral, de ese ‘sky line’ pétreo castellano que mira al mar de Castilla, que es su cielo azul, con la solera que da el paso de los siglos. Una imagen de Zamora francamente bonita y desconocida para este penitente al que siempre se le va la inercia hacia los ríos y los exteriores de las ciudades para delimitarlas, acotarlas y analizarlas. Contemplada Zamora desde fuera, admirada incluso en un paseo por ambas orillas, tocaba perderse por sus calles durante un rato. Y ahí, seamos sinceros, menguó un tanto el impacto inicial. Calles de hechuras rurales, una plaza mayor de talla reducida, un ambiente tranquilo en un buen día de invierno, a unos 10 grados, pero con los parroquianos abrigados hasta las cejas. Fue entonces cuando pusise las cosas en sus términos. ¿Cómo será aquí el invierno? Pues frío de cojones. ¿Y el verano? Pues una sartén. Así que descartaste empadronarte en Zamora, aunque descubrir la monumentalidad de su casco histórico y, sobre todo, la generosa compañía del Duero resultó todo un hallazgo.

El fin de semana dejaría tiempo también para admirar Ciudad Rodrigo, Salamanca y Toro. En Ciudad Rodrigo te pusiste tibio en un bar llamado El Sanatorio: morros rebozados, torreznos, alcachofas aliñadas, calamares y salchichas. En Salamanca descubriste la famosa rana en el pórtico plateresco de la Universidad, aunque te faltaron los tunos. En Toro, en torno a la colegiata, callejeaste por rincones con especial encanto. Ancha es Castilla. Monumental. Pétrea. Azul cielo. Apta para Riberas del Duero y tapas rebosantes de colesterol. Española hasta el tuétano. En ese territorio de contrastes para quien vive volcado al mar, de dehesas y de toros bravos, llegaste la noche del viernes a hacerte fuerte en un castillo que hunde sus raíces en el siglo XI. Te sales de la autopista en El Cubo de la Tierra del Vino, tomas la N-630, rebasas cinco kilómetros de cárcel de Topas y giras a la izquierda al ver un singular letrero que reza: Castillo del Buen Amor, 2. Así llegas hasta una verja, llamas a un timbre, se abre y te adentras en un camino sin asfaltar, con algunos baches, rodeado de cipreses, que te va llevando hasta la puerta del castillo. Al levantar el maletero del coche dudas si ponerte la armadura o la sábana del fantasma. Abres la puerta de recepción y te metes en el siglo XV…

 

(dos fotos de Zamora y una última de Toro)

 

 

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Gijón y otras hierbas

Sobre el autor

Adrián Ausín (Gijón, 1967) es periodista. Trabaja en el diario EL COMERCIO desde 1995. Antes, se inició en la profesión en Bilbao, Sevilla y Granada. En 2019 escribió para el Ateneo Jovellanos el catálogo 'Gijón Escultural'. Luego publicó la novela por entregas 'Cilurnigutatis Boulevard' en Amazon (2021). De la comedia pasó a la tragedia, sin anestesia, en la distopía 'El buen salvaje' (2022), donde denuncia los peligros para el hombre del abuso de las nuevas tecnologías. 'García' (2023) se pasa al costumbrismo con todos los ingredientes de la novela clásica, ambientada en el Gijón de 1979.


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