Hoy es su último día de vida. Mañana por la mañana los pasarán a cuchillo para convertirlos en solomillo, chuletas, lomo y chorizos. Son los dos cerdos de Adolfo, el vecín, a quien pillas precisamente limpiando la pocilga. Saca la mierda de los gochos en la carretilla mientras te cuenta que este año se jubila y que el sábado (o sea mañana mismo) les llega su sanmartín. Adolfo compra su pareja de gochos en octubre, ya crecidos, los ceba cuatro meses y les da matarile. Luego, al arcón. Que el año es largo. Ser gocho parece una agonía. El toro de lidia vive cinco años a cuerpo de rey para morir luego, cruelmente, en veinte minutos. En el caso del gochu los plazos se acortan terriblemente. Y el espacio, también. No campa a sus anchas en la dehesa, como el pata negra. El gochu asturcelta malvive entre cuatro estrechas paredes, come lo que le echen y tiene a cuatro metros de la pocilga un patíbulo diseñado para despedazar su cuerpo serrano. Ley de vida.
Preguntas a Adolfo, el majo vecín, qué hace el gocho 2 mientras dan matarile al 1. Sonríe. “Esperar”, dice. Un año, los gritos del compañero decidieron al que estaba en lista de espera a saltar un portón de un metro de altura. El esprint rumbo a la libertad le duró poco. Preguntas a Adolfo si no tiene unos cascos para gochos para ponerle música al que aguarda y ahorrarle así unos sonidos desagradables para el humano pero absolutamente terroríficos para el pobre puerco. Sonríe. En el campo no hay tiempo para florituras, parece quererte decir. En la ciudad, piensas, aunque las cosas se adornan bastante, tampoco. Es la ley de la selva urbana o rural la que manda.
Si mandas al gochu al matadero, precisa la hija de Adolfo, te quedarás sin chorizos. La sangre, al parecer, no la conservan. Así que mañana mientras tú estarás en el periódico levantando el país, a unos metros de tu prao el vecín Adolfo y toda su familia estarán abriendo en canal a dos gochos. Un ritual satánico, pero necesario para la supervivencia en el campo. Para que el arcón esté lleno. Y en la mesa se alternen legumbres y proteínas a partes iguales. Miras para los gochos de Adolfo en su recreo a cielo abierto mientras les limpian su hogar, sonrosados, rechonchos, incluso bonitos sin poder evitar un preclaro pensamiento: ay, si supierais… Es miércoles. Has ido a ver a Adolfo a hacerle una consulta técnica sobre la tala de una palmera (tú también estás dando muerte a un ser vivo). Él te ha ofrecido el tractor, siempre dispuesto a la ayuda, aunque no te lo ha recomendado.
Los gochos han sido testigos de todo, aunque no se han enterado de nada. Al marchar miras su patíbulo, que ellos habrán mirado sin entender un montón de veces. Quién les iba a decir que esas atentas personas que llevan cuatro meses dándoles de comer se los van a comer a ellos en cuestión de días. Es la selva, amigos. El grande se come al chico. El chico, al enano. Y así sucesivamente hasta llegar al ser vivo más insignificante.