Adrián, entrelasa las manos y pásamelas por el cuello. La propuesta se produce en una singular situación. El proponente es un amable masajista, fuerte, bajito y calvo. Él está de pie. Tú estás tumbado, en pantalón corto, boca arriba. Tras un masaje de espalda, ha propuesto unos estiramientos para rematar la faena, te das la vuelta y empieza a tirar de tus brazos y de tus piernas hasta llegar el momento citado. Adrián, entrelasa las manos y pásamelas por el cuello. Tú miras hacia arriba y ahí divisas su cabeza, en el aire, en sentido inverso. Te apetece reír, pero optas por obedecer. Él se agacha un poco, entra en el aro que has formado con tus brazos y tira luego hacia arriba, como si quisiera elevarte con su poderoso cuello. Con este extraño ritual finaliza el masaje. El profesional abandona la habitación invitándote a servirte un té cuando te incorpores. Lo tomas.
Adrián, entrelasa las manos y pásamelas por el cuello. No dejas de repetirte la frase mientras te vistes. Una vez en el hall le entregas el último tique del bono de tres masajes adquirido dos semanas atrás. Ernesto, ¿de dónde eres? De Cuba, ¿estuviste allá? Entonces la conversación se abre hacia tus dos viajes a Cuba, en 1992 y 1996, hacia el aperturismo actual y a la literatura y la música cubana. Ernesto te habla de un reciente decreto que, con otras palabras, recupera el derecho del ciudadano a la propiedad privada 55 años después del golpe de Fidel Castro. Menciona Ernesto a Silvio Rodríguez, el gran Silvio, como uno de los más afamados adictos al régimen castrista y le mencionas tú el apasionante libro del habanero Leonardo Padura ‘El hombre que amaba a los perros’, sobre Ramón Mercader y Trotski. La conversación se entrelaza hasta que suena el timbre y llega el siguiente cliente.
Adrián, entrelasa las manos y pásamelas por el cuello. Del rico verbo cubano pasas a rememorar el lenguaje chino, al más puro estilo de la ‘ele’ china de sus ‘lost in traslation’ al castellano. Tú quital lopa. Tú tumbal. del vuelta. Tú muchas malcas en lopa. Tú tenel dinelo. Esas fueron las sabias palabras de la ciudadana china que te dio un masaje en enero. Lo compraste por internet a precio de ganga y claro luego llegó la rebaja. El centro chino con nombre exótico recién abierto era una peluquería (vacía cuando fuiste en plena granizada) con un cuartucho calentado con una estufa de butano y una música oriental puesta por la ‘masajista’ en su tablet. La plofesional oliental desplegó sus artes con la chupa de cuero negro puesta. Y para saber si entraba algún cliente dejó un cubo de plástico con dos botellas de agua dentro que atascaba la puerta del negocio.
Cuando saliste del masaje chino fuiste a casa corriendo a darte una ducha pala pulificalte. Cuando sales del cubano, con sus bambús, sus piedras calientes, su música relajante y ese pródigo verbo del amable Ernesto caminas por la centraliega calle de los Moros plácido y sonriente. Meditas entonces la adquisición de otro bono y de una peluca rubia para el masajista. Quizá así podrás entrelasar las manos con algo más de decisión.