El Citroën Dos Caballos lo inventaron los franceses para cargar patatas. Cuando aquel 2 CW verde lechuga lleno de pegatinas en el maletero llegó a tu vida te comías el mundo. 22 años, piso de estudiantes en Getxo, 5º de carrera, becario de El Correo, becario de una extraña revista energética trimestral llamada Atenergía. Tenías de todo, menos tiempo. El periódico consumía un horario laboral intensivo. En los huecos debías hacer aquella extraña revista, ir a la facultad, hacer la compra, comer y salir de copas. Tenías dinerillo, pues sumabas a la mensualidad paterna las dos becas por currar y la casualidad puso aquel precioso Citroën en tu camino. La tía Lola cambiaba de coche y le ofrecían muy poco por él. Decidiste igualar la oferta del concesionario. Pero ella te lo regaló. ¡Gracias, Lola! ¡Gracias, Anselmo!
Con el carné recién sacado, con la única experiencia en carretera de la Vespa, coges un autobús hasta Somorrostro, donde había quedado aparcado a pie de una obra. Llevaba meses parado. Pero arrancó. Estamos en octubre de 1989. Sobre la marcha aprendes el singular funcionamiento de las marchas, con aquella bola que debías agarrar, girar y empujar a un lado y otro. Con tanta fuerza la manipulaste camino de Bilbao, con un tráfico terrible, sudando tinta, que se te cae al suelo, pues sin darte cuenta la ibas desenroscando poco a poco. La rescatas a palpo mientras intentas no estrellarte. Al llegar a Bilbao tal había sido la sudada que paras en Sabino Arana, junto a casa de los tíos para saludar y, de paso, darte una ducha fría. Estabas consumido.
En cuanto le cogiste el tranquillo al coche y sus marchas, empezaste a descapotarlo hasta la mitad en cuanto salía un rayo de sol, a ir con el codo apoyado fuera, a usar gafas de sol redondas tipo John Lennon, a salir de fiesta de Algorta a Bilbao, de Santa María de Getxo a Basauri. Eras el rey del mambo. Pero el coche empezó a tener achaques. Primero el sistema eléctrico. Luego el embrague. Más tarde la batería. Y finalmente, tras consumir un bidón de aceite a la semana, el motor entero.
Acabada la carrera, acabado el máster de periodismo, el 2CW puso rumbo a Granada. Pero no estaba acostumbrado a tanta paliza. Así que paró en una gasolinera y no volvió a arrancar. Dos policías que vieron tu contrariedad atinaron con la avería. Tras 600 kilómetros sin parar podía tener las ‘patillas de arranque’ pegadas. Dijeron que lo agitara desde fuera. No sabías si aquello era una broma. Pero funcionó. Tras el zarandeo las patillas debieron de despegarse y llegaste e Granada. Cuando el compañero de piso de Algorta, Javier Barrera, te recibió en Graná y vio el coche dijo que ya creía en los milagros. ¡Había llegado!
Durante tres años te acostumbraste a atravesar España en 2 CW. Y a seguir viviendo peripecias mil. Quedarte sin luces cuando ibas de Gijón a Riaño de noche y subir Tarna iluminando la carretera con una linterna sacada por la ventana, ver cómo dos ertzainas te empujaban para que arrancase sin resultado alguno, quedarte dormido unos segundos en una larga recta en León cuando volvías de juerga de un pueblo y despertarte con los pitidos del coche contra el que te ibas a estrellar (¡otro 2 CV, pero amarillo!), pinchazos, acampadas, ir en Sevilla a buscar a tu prima Ana y sus amigas en plena Expo 92 y encontrarte que una de ellas traía un chelo que sólo entró en el coche descapotándolo entero…
Aquel millón de microrrecuerdos, entre 1989 y 1993, se verían truncados un día en el Albaicín en un episodio ya contado en este rincón. Aquella Semana Santa había visitado a Francisco Carantoña en EL COMERCIO. Él te preguntó de repente por la fuente del avellano y afeó tu despiste, pues no sabías de su existencia. A los pocos días de regresar a Granada con el Dos Caballos, alguien robó el coche una noche, se fue de juerga con él, lo destrozó bien destrozado y lo dejó, semiestrellado, en la fuente del avellano, a las faldas de la Alhambra. Conociste entonces la famosa fuente del avellano. Aun así, arrancó. Renqueante, lo llevaste al taller de confianza, en un pueblo llamado Peligros, cerca del periódico Ideal. Allí recibiste la sentencia de muerte. Podían volver a echarlo a andar, pero no pasaría la ITV ni de lejos. Te dieron 6.000 o 7.000 pesetas por la chatarra que cogiste como si estuvieras cometiendo una traición. Y te fuiste de Peligros y un año después de Granada dejando allí estrellado aquel precioso coche verde lechuga al que a veces debías ayudar, en las cuestas, sacando los pies por debajo, como un picapiedra de la carretera.
pd.-En su última foto, tomada en mayo de 1993, posa el fotógrafo del Ideal Alfredo Aguilar, muy majetón. En la del valle de Riaño, posa un servidor metido en el pantano, marcha atrás, por la antigua carretera a Boca de Huérgano.