(Explorando los Pirineos 2)
Cuando llegas a Benasque es de noche. Crees que tu hotel está a las afueras del pueblo, pero te equivocas. Debes subir el puerto posterior hasta arriba. Cuando muere la carretera te sales a una pista de hormigón y al fondo de ésta divisas un hotel con un extraño nombre: Hospital de Benasque. Está a 1.750 metros de altitud, domina un valle de alta montaña con su río serpenteante, su ganado vacuno y un par de delgadas cascadas que bajan entre los pinares de la cordillera montañosa que te rodea mirando de frente al gran señor de este recóndito paraje y de todo el Pirineo: el Aneto, con sus 3.404 metros. Cuando te despediste de Juan, el dueño del hotel-camping Peret de Peretó de Espot, este catalán metido en años rememoró su único recuerdo de Benasque. Había una casa en medio del monte, con un árbol tallado en su interior y relieves de madera por todas partes, en vigas, puertas y techos. A esa casa entró un día Juan a tomarse un vino. Y a esa casa entras tú el 2 de julio, pues donde estuvo Juan es en el hotel Hospital de Benasque, un edificio de piedra y madera que sustituye a otro levantado en el siglo XV a apenas unos metros para servir de albergue y refugio a los caminantes. Del primigenio quedan las ruinas en un alto.
Al encanto inicial de este hotel de lujillo y la amabilidad de tu primera interlocutora le fallarán luego algunas cosas, como una cena servida al instante (por tanto recalentada), una comida iniciada con un caldo frío y una habitación demasiado estrecha. Pero la sombra del Aneto y los valles que se suceden monte arriba pesan más que esos pequeños ‘contratiempos’. Esto en Lérida no pasaba, te apetece
decir. La primera ruta desde el propio hotel, valle arriba, impresiona. Enseguida descubres las primeras marmotas en un pedrero, delatadas por un extraño chillido de alerta similar al de un ave. Son pesadas (unos ocho kilos), con un pelaje muy tupido y cara de conejo. Asoma una, asoma otra, se encuentran con un torpe correteo entre las piedras y acaban desapareciendo. Qué majas. Pasas un valle precioso, un río, un pinar… Un paisaje en línea con Aigüestortes, aunque algo menos impactante, cuando empieza a llover. Se intensifica el agua y te topas con una choza que apenas levanta un metro del suelo. Entras agachado y saludas a otras dos parejas resguardadas, sentadas sobre los maderos que hacen las veces de banco corrido. Se forma un singular diálogo entre tres parejas pasadas por agua. Ya anunciaban lluvia, pero en teoría empezaba más tarde. A los veinte minutos los astures tiran la toalla, reculan hasta Besurta, donde hay un bar y la parada del bus que te dejará en el hotel en un pis pas.
El segundo día en Benasque vuelven a pintar bastos. Lluvia. ¡En julio! Pero eso a un asturiano no ha de asustarle. El hotel está metido en la boca del lobo. Bajando el puerto el tiempo mejora. Giras hacia Cerler. Está al lado. Pero más al Sur. La estación, sin nieve, ofrece un paisaje verde pelado como una gran alfombra. Es bonita. El tiempo se estabiliza y subes un remonte entero a pie escoltado por las marmotas, que juguetean por acá y por allá. Luego comes en la recomendación número 1 de Triadvisor, La Llarana, un restaurante situado en una atalaya a unos 500 metros de Benasque, donde la comida y las vistas van a la par. Con el ánimo levantado por el cocido de la tierra, puerto arriba de nuevo, el coche se desvía hacia un edificio levantado a mitad de monte que se presenta como un lugar de aguas termales: Baños de Benasque. La edificación es vieja y gris, incluso desconchada. Pero dentro rebosa encanto antiguo. Años 50 o 60. Te das un baño en agua sulfurosa en una piscina con grandes ventanales abiertos al valle. Luego recibes un masaje tremendo que te deja grogui. Y finalmente tomas un poleo en un salón de estar con bar donde los viejos internos no paran de hablar y reír. Una mujer lleva chocolate recién hecho por ella, otra canta, la camarera los observa desde la barra… Hay hasta una máquina de petacos del cuaternario.
Será el tercer día el del éxito montañero. Inicias la excursión donde la dejaste la primera vez, en Besurta, adonde vas esta vez en autobús. Y subes. Enseguida aparece un precioso valle, un río que se adentra en la tierra, unas cascadas. El destino inicial es Aigüallut. Luego coronas Coll de Toro, un
pequeño lago en una cumbre que parece ir a rebosar su contenido sobre el valle que se abre al otro lado. Precioso Coll de Toro. Al regresar, con el equipaje hecho, toca poner rumbo al tercer destino pirenaico: Ordesa. Ahí es nada. Benasque ha tenido encanto, en sintonía con Aigüestortes. Acumulas siete días de barco en Francia, dos de monte y rafting en el Pirineo catalán y tres de monte en el aragonés. Sin cambiar de provincia, en apenas hora y cuarto, llegas a Boltaña, al sur, lo cual se traduce en una repentina subida del termómetro hasta los 30 grados. Sientes el verano en la piel. Y deseas dos cosas sobre todo: darte un baño en la piscina del hotel, cenar como un ñu y concederte un día entero sin hacer absolutamente nada. Ordesa puede esperar 48 horas para cogerla con la energía necesaria.