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Adrián Ausín

Campo y playu

Mozart, Sonrisas, Lágrimas y Peña

(Por Alemania y Austria 7)

Entras con mal pie en Salzburgo. El viaje en tren desde Innsbruck, apenas dos horas, tiene un suculento recargo poco antes de la llegada por usar un bono de diario para trenes rápidos, error cometido sin intención pese a tu dni español. El hotel, próximo a la estación, ha salido por un rejón. Pero no hay nada en su interior que lo justifique, más que las fechas: puente de diciembre. Te lo tomas todo con deportividad. Sin embargo, cuando caminas por el paseo del río y llegas al cogollo te topas con el tercer factor adverso: la masificación. Salzburgo está atestado de turistas. Metido en el rebaño, llegas a las dos plazas estrella de esta ciudad austriaca a la que los alemanes consideran parte de Baviera: las de la catedral y la residenz. Cuesta caminar por ambas, animadas por los mercadillos navideños, un papa noel rodeado de niños y de renos en versión disfraz, edificios monumentales… Está todo bien, pero sobra gente, sobran dos tercios de los presentes para poder estar a gusto. En esa tesitura, tras un vino caliente para entonar y unos paseos de reconocimiento, la única visita del día será el Café Sacher, ahí donde Franz Sacher, entonces un joven aprendiz de repostería, se inventó la famosa tarta en 1832 para deleitar al príncipe Kemens Wenzel Von Metternich y sus invitados: dos trozos de bizcocho de chocolate unidos por una fina capa de mermelada de albaricoque. El ambiente en Sacher es distinguido, el café es elegante, un habitáculo está repleto de fotos de famosos y la merienda, tarta y café, servida por una camarera argentina, no decepciona. Miento: la esposa esperaba más, el maridu no.


Si la llegada a Salzburgo fue tibia, el segundo día será espectacular, a ritmo suave, esquivando masas como puedes, viendo cosas aquí y allá, con cena y concierto de remate. Vamos por partes. Empiezas por Mirabel, un palacio del siglo XVII construido por el príncipe-arzobispo del momento para impresionar a su amante, Salomé, con la que tendría nada menos que 15 hijos. Enseguida notas que estás en un lugar fecundo: hay dos bodas en ciernes y las dos austriacas, rubias ellas, lucen un buen bombo. Momentos antes de que se inicie la primera ceremonia en el espectacular salón de mármol, consigues meter la nariz para contemplarlo. Eso de vivir como un cura quizá se inventase en Salzburgo, a tenor del palacio y los jardines, donde se rodó alguna escena de ‘Sonrisas y lágrimas’. Cuando sales a recorrerlos te topas con un grupo de jóvenes y un guía disfrazado de Mozart al que parece picarle la pecula continuamente. Lo malo de Salzburgo es lo mismo que lo bueno: la fama excesiva de sus dos grandes atractivos vienen, de algún modo, a estropear el conjunto con la sobredosis de ofertas, visitas guiadas, merchandising… organizadas en torno al compositor y la película. Ellos, sin duda, no tuvieron la culpa. Pero cuando ves las marabuntas huyes en otras direcciones.

Pasas por la casa donde vivió Stefan Zweig unos veinte años de su vida. Está cerrada. Pero tiene unas grandes vistas a la ciudad, un poco elevada sobre ella. Ahí escribió unos cuantos de sus grandes libros. Te presta estar ante su puerta. Es un señor casoplón. Sigues el camino monte arriba e inicias un paseo por una senda que te va ofreciendo agradables vistas de Salzburgo. Así hasta llegar a su Museo de Arte Moderno, donde hay un café con vistas con un ambientazo total. De vuelva al mundanal ruido, te escapas del epicentro hasta dar con un singular restaurante donde tomas unas sopas de ajo. Algo ligero para entonar y no perder la gracia, pues hay cena de postín a las ocho en la fortaleza. Luego toca la majestuosa residenz donde vivían los príncipes-arzobispo que gobernaron Salzburgo durante siglos. Es digna de ver. Bonitos salones, llamativas estufas, un maravilloso cuadro de Rembrandt, luminosas cristaleras… Y una pequeña sorpresa final: al salir a una azotea que conecta con la catedral te ofrecen un ponche caliente (pagas la voluntad) que entona las espectaculares vistas que tienes a ambos lados. Es en ese preciso instante cuando empiezas a ver Salzburgo  de otra manera. Estás elevado, como Fermín de Pas, divisando una multitud que lo llena todo. Te recreas un buen rato en la situación mientras das sorbos calientes que te saben a gloria.

 

Luego subes a la fortaleza en funicular. Toca el pack contratado desde Gijón: cena+concierto. Cortesía de la esposa. La fortaleza tiene una pequeña exposición de marionetas muy interesante. En Salzburgo son también famosas las obras de teatro y musicales con marionetas. Pero no te decides a ver un espectáculo hablado de dos horas en alemán por muy logrados que estén estos actores de madera. Tras perderte un poco por la fortaleza, acudes a tu cita. La cena con vistas a Salzburgo la riegas con un vino austriaco tras muchos días cerveceros. El caldo es normalito, pese a doblar el precio de un español, pero la cena está muy bien y vas al concierto entonado. Un sexteto de cuerda interpretará obras de Mozart, Bach, Vivaldi y Schumman en una galería abovedada de la propia fortaleza. La sensación es maravillosa. Viola, violines, arpa, chelo… Cada músico se concentra de una forma muy diferente. Elucubras mentalmente sobre la vida de cada uno. El conjunto es de una armonía embriagadora. En un pequeño intermedio te tomas una copa de champán. Y cuando bajas en el funicular, con los propios músicos, vas levitando. Una vez en la calle, todo el mundo se dispersa caminando salvo el tipo del guardarropa, que monta en un cochazo y se pira. Nada es lo que parece, le dices a la muyer. Igual era el organizador de todo el sarao…

El concierto te reconcilia definitivamente con Salzburgo. Al día siguiente, en tus últimas horas en la ciudad austriaca, visitas la casa natal de Mozart y la casa familiar de su juventud, donde te sorprende un dato. En la sala, él y su padre jugaban al tiro al blanco con unos arcabuces de escasa potencia, juego al que invitaban con frecuencia a sus amigos. Hay mil datos curiosos. Algún objeto presuntamente original del compositor, como un mechón de pelo, un anillo o su billetera, historias de su hermana, de su mísero final en Viena… Después de la clase magistral sobre Mozart toca hacer una frivolidad tamaño piano. A la muyer le hace ilusión. Y no se hable más. Frente al funicular hay una tienda donde te disfrazan de época y te enmarcan en papel una fotografía. Padentro. A ella le sienta de cine el atuendo ‘siglo XIX’. Tú haces de mero botarate con sombrero de copa incluido. El divertimento pone la guinda a la ciudad masificada. Pensabas rematar la faena en una famosa cervecería Augustiner Bräustübl, de 1621, donde la cerveza fabricada por monjes te la sirven en unas bonitas jarras de cerámica, pero no cabe un alfiler. Es domingo. Son las siete de la tarde. Y el inmenso habitáculo acumula tal griterío que tienes que arrimarte a la oreja de tu oponente para que te pueda oír: “Vámonos”. El tren te espera para regresar a Munich. Ha sido un día curioso, que empezó a media hora de Salzburgo, en Berchtesgaden. Pero esa es otra historia, la última que queda por contar de este viaje germánico.

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Gijón y otras hierbas

Sobre el autor

Adrián Ausín (Gijón, 1967) es periodista. Trabaja en el diario EL COMERCIO desde 1995. Antes, se inició en la profesión en Bilbao, Sevilla y Granada. En 2019 escribió para el Ateneo Jovellanos el catálogo 'Gijón Escultural'. Luego publicó la novela por entregas 'Cilurnigutatis Boulevard' en Amazon (2021). De la comedia pasó a la tragedia, sin anestesia, en la distopía 'El buen salvaje' (2022), donde denuncia los peligros para el hombre del abuso de las nuevas tecnologías. 'García' (2023) se pasa al costumbrismo con todos los ingredientes de la novela clásica, ambientada en el Gijón de 1979.


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