La invernada tiene su encanto en el campo. ¿Qué haces en el prau en enero y febrero? Pues menos segar casi de todo. Hay una tarea obligada: podar los manzanos. Hace un año fue un lavar y marcar, algo ligth. Esta vez tiras incluso de motosierra, eso sí, después de que te la arranque la primera vez el amigo de Zumosol, pues la inactividad las mata. Luego atacas unas buenas ramas gruesas que empezaban a impedir el tránsito por tu cuadrilátero verde sin toparte cada cinco pasos con una rama torcida apuntándote a los ojos. Toca despejar y los manzanos, sufridos ellos, no rechistan. El placer del corte en la base está solo al alcance de quien lo ejecuta: toma contacto la cadena con la corteza y la atraviesa con eficacia hasta el desprendimiento final de la madera, que cae al suelo dando un golpe que suena como un zumbido acolchado. Luego te agachas y haces rodajas a la víctima pensando en la cocina de carbón del suegro. Seguro que le viene bien.
Hecha la poda, toca fumigar los manzanos: cobre e insecticida. Como llevas dos años esquivando la tarea, te encuentras la mochila podre y lo primero es comprar una nueva, en vez de 16 de 12 litros para que no sufra la espalda. Haces el cóctel siguiendo las instrucciones del suegru y al ataquerrr: a por las formas invernantes, maravillosa definición en la que mi querido Manuel Ángel engloba líquenes, musgos y demás parásitos de los árboles. Seis mochilas de líquido marrón dejan todo tu ejército arbóreo teñido de salud. Antes y después de la tarea, recorres cada ejemplar armado con una navaja para decirles con cara de póker: oye, tú, entrégame todas tus formas invernantes o te rajo. Y ellos las entregan, metafóricamente hablando. O sea, que rascas como un cabrón cada rincón de cada manzano (y resto de la tropa) para dejarlos libres de pegotes verdosos que les comen la sabia sin pasar por taquilla. Enero y febrero son por tanto los meses de la poda y la guerra abierta a la forma invernante. Pero hay más, mucho más.
El portón ha dicho ay. Uno de los anclajes de una de las hojas se ha soltado del muro de piedra, que ha cedido en la parte superior. Toca despejarlo, hacer un encofrado, fabricar cemento (todo hombre que se precie debe fabricar cemento varias veces en su vida), ensartar en la zona sana del muro unos hierros para que case lo viejo con lo nuevo y actuar. Entre pensar lo que debes hacer, comprar material y ejecutar echas una semana entera. En plena tarea, cortando unos hierros con la radial (todo hombre que se precie debe utilizar una radial varias veces en su vida) se produce un incidente grandioso. Ya estaba pachucha la radial, en su sexto año de vida, sin chicha, cuando de repente en pleno corte de un hierro por la mitad el motor se incendia y sale una llamarada por el respiradero. Eso ni Terminator ni Matrix. ¡Radialeitor! Qué pena de foto perdida, pues no puedes estar en dos sitios al mismo tiempo: agarrando la radial ardiendo con una mano y fotografiando el momento con la otra, tal y como mandan los tiempos modernos.
Otra tarea: el alcorque del plátano que da sombra a las pitanzas veraniegas. Está roto, ajado, hecho un asco. Sacas otro as de tu manga: el martillo neumático. Troco-troco-tró. Troco-troco-tró. Y el perímetro de ladrillo y cemento del árbol queda hecho añicos. Luego decides in extremis no construir otro cuando ya habías comprado unos ladrillos rústicos. Dejas el hueco y le tiras compost que robas a tu big broder aprovechando que no está. Como acabas la jornada antes de tiempo, saltas el muro hacia la pomarada de Adolfo con pala y paletilla, cargas boñigas una sobre la otra y las lanzas por el aire en sentido inverso hacia el rectángulo donde plantas el huerto, cubierto ahora con una cama caliente de hojas, magaya, pellejos varios e incluso cáscaras de mejillón, oricios y percebes. ¡Vaya tomates que van a salir en 2015! ¡Con pezuñas y todo! Cuando te dispones a abandonar tu rincón verde particular, haces un descubrimiento in extremis: un nido. Nunca habías hecho un hallazgo de tal calibre en el prao, pese a estar rodeado de ferres, pegas, ñerbatus, raitanes, picapinos, palomas torcaces, cuervos y un sinfín de aves de todo pelaje. Tienes árboles bajos y no se animan. Descubres un nido sobre la parra de kiwis que nunca se ha animado a dar kiwis (gran asignatura pendiente), lo analizas, lo fotografías y envías tu consulta al gran experto. Cráneo dicta sentencia al momento desde el epicentro de Bilbao: no es de petirrojo, demasiado grande. Apuesta por el mirlo (ñerbatu) o el zorzal común y añade: No es de 2015, sino de 2014. Aprecia cierta vejez en el nido. Pero tú discrepas con tu experto avícola de cabecera. No lo habías visto antes. Imposible estar ajeno al primer nido propio en doce años. La cosa puede derivar en un conflicto diplomático vasco-asturiano con garras y picos enfrentados. Entretanto, disfrutas espiando el nido, observándolo, imaginando la laboriosa fabricación del autor. Y pensando: ¿Quién dijo que en invierno la naturaleza estaba de vacaciones?