De repente, estás roncando sobre una rodaja de roble en mitad de la nieve. Tras dos horas y media de ruta, has llegado a un alto, en el valle de Hormas, donde en su día hubo un roble que no abarcaban seis personas, hasta que lo partió literalmente un rayo. Ahora, buscando su rastro en esta paradisiaca pradera blanca de alta montaña te has topado con esta superficie de madera. Está limpia e incluso templada por el sol. Primero te sientas, luego te quitas las raquetas, finalmente te duermes rodeado de un paisaje blanco salpicado de quercus, acebos, arbustos y cercanos ejércitos de árboles desnudos. Unos lametazos te devuelven, poco a poco, a la realidad. Antes de abrir los ojos notas una lengua áspera pasando por tu cara mientras un brazo fuerte, pesado y peludo presiona sobre tu pecho. Un fuerte olor animal acaba por completar la radiografía de la situación. Un oso te está lamiendo el rostro. Cuando abres una rendija las pestañas no se te ocurre otra cosa que extender tu brazo izquierdo y acariciarle al bicho el cogote. ¿Qué pasará ahora?, te preguntas. ¿Te comerá o se irá por donde vino? En el sueño, se va por donde vino. En la realidad, igual te come.
Es lunes. A las ocho sales de Gijón rumbo a Riaño. A las 9.20, en el alto de Tarna hay -5 grados. Los árboles son formas blancas de hielo. A las diez estás listo, a apenas medio kilómetro de Riaño, para iniciar la ruta. La primera sorpresa llega en cinco minutos. Nada más subir un pequeño repecho, justo cuando te dispones a bajar hacia Hormas te topas con las huellas del oso. Están frescas. Pueden ser de la noche anterior. Se dan las circunstancias para un encuentro. Vas solo, es un día tonto, intentarás no meter ruido… Caminas hora y media hasta llegar a la cabaña de La Salsa. Allí haces un alto, quitas las raquetas, disfrutas del paisaje y te comes un bocadillo y dos piezas de fruta. La cabaña está totalmente equipada. Tiene leña, escobas, pala, dos bancos corridos, una mesa, parrilla… Y el entorno es paradisiaco. Te gustaría quedarte a pasar la noche, pero no has llevado ni saco ni ropa de abrigo ni cena. Tras contemplar los montes desnudos que te rodean, atraviesas una pradera blanca y te metes en el bosque cuesta arriba. Rodeado de árboles durmientes, teñidos del verde de los líquenes, tienes la sensación de estar rodando un cuento de Walt Disney, de que de repente alguna de las singulares formas de madera que te rodean se pondrá a hablar o de que, como ya te pasó en este mismo bosque, irrumpirán cinco jabalíes a la carrera o, como no te pasó, otearás al oso o al lobo a una distancia prudencial que te permita disfrutar el instante sin correr riesgos excesivos. Nada de eso ocurre. Subes solo sin hallar más pisadas humanas que las de tus raquetas pero topándote a cada paso con huellas diversas trazando itinerarios en la nieve. Así llegas al alto, a esa pradera despejada desde donde se domina el mundo. El Yordas, a un lado. Un trozo de embalse, abajo. Los picos que se pierden hacia Palencia, enfrente. Imaginas esta pradera teñida de blanco llena de vida animal por la noche. Pero al mediodía no hay más vida que la tuya y la de los siete buitres que te sobrevuelan, quizá esperando probar la carne humana si se produjera un percance. Cuando despiertas de la confortable siesta en la rodaja de un roble te das cuenta de que, una vez más, has soñado con el oso.
Mientras desciendes, el sol se adueña del día. Pisar nieve totalmente virgen da una cierta sensación de profanación. Quizá estés molestando. Pero la fauna no se manifiesta de ninguna manera. Solo se escucha el sonido de las aves. Maravilloso. Vuelves a hacer escala en la cabaña, a quitarte las raquetas, a beber agua y, de nuevo, ha echar otra siesta tumbado en el banco exterior. Te despiertan cada poco los resoplidos de placer de tu propia respiración. Ya de vuelta, en uno de los saltos a uno y otro lado del río, metes una bota entera en el agua raqueta incluida. No pasa nada. Al llegar a la bifurcación de Hormas cuatro autóctonos estabulan el ganado. Hay vacas y caballos pastando en los claros que va dejando la nieve. Llegas al coche a las cinco de la tarde. Y te vas hasta Riaño, al Mentidero, para comer un rico plato combinado con una caña, un café y unos filipinos. Gloria bendita. En la televisión, en La 2, están poniendo un documental de Yellowstone. Unos lobos acosan a un ciervo agotado (entonces una profesora que está en el bar cuenta cuando se le cruzó el lobo en la carretera cerca de Acebedo y dice que nunca olvidará su mirada). Unos bisontes buscan la hierba bajo la nieve. Un coyote rastrea una gran extensión blanca en busca de víctimas. Cuando te vas aún no ha salido el oso de Yellowstone. Tampoco el de Hormas, donde todo tu botín ha sido una huella de sus zarpas y un sapo petrificado en la orilla de un camino. Dejas atrás este Riaño inhóspito y gélido, rodeado de una naturaleza descomunal, de vuelta a Gijón. Son las seis de la tarde. Cuando aparcas el coche en el Muro te das cuenta de lo que pueden cundir doce horas bien aprovechadas. Del mar Cantábrico a la montaña nevada y la siesta sobre una rodaja de roble donde quién sabe si te lamió la cara un oso.