Cuando sales del monasterio de San Antolín de Bedón sus dos inquilinos, a la sazón equinos, se encaminan tras tus pasos. Miras atrás y divisas a los dos caballos, uno blanco y otro marrón, a apenas unos metros. ¿Querrán decirte algo? “Tío, no te chives. Aquí vivimos como dios”. Ya. No todo el mundo puede residir de papu en un complejo cisterciense tardorrománico del siglo XIII. San Antolín de Bedón conserva paredes y techo. Sin embargo, la iglesia tiene sus dos puertas abiertas de par en par las agresiones del tiempo, el vandalismo e incluso a los caprichos escatológicos animales. Los edificios que completan San Antolín formando un frondoso patio central, donde te reciben los caballos, están en ruinas, adornados por cristales rotos y ortigas. Quizá el templo sea lo mejor conservado, dentro del estado general de abandono.
Tras perseguirte hasta la carretera, los rocines se quedan un minuto quietos, mirándote fijamente al otro lado de la barra metálica que impide meter el coche hasta el mismo monasterio (algo es algo) y, una vez convencidos de que no eres más que otro caminante metenarices, regresan a palacio con un halo de decepción. “Putos peregrinos”, crees escuchar. Entonces aparece Jaime, un octogenario rebeldillo a quien Gabino de Lorenzo echó de Oviedo hace unos años. “Estaba harto de pagar multas y me fui a un pequeño piso de alquiler a Cangas de Onís. Ahora estoy en la gloria”. A sus años, Jaime no deja de
lamentarse de los escándalos. Primero, del que ambos conversadores tienen ante sí en pleno concejo turístico de Llanes. “Esto es una vergüenza. ¿Qué pensarán los franceses, los alemanes, los ingleses? Por aquí pasan turistas todos los días y deben alucinar al ver esta joya abandonada”. Jaime recuerda cómo hace años un amigo catedrático le explicó las virtudes de San Antolín de Bedón. Ya nunca olvidó aquella clase magistral, que vino a ahondar en su monumental cabreo cada vez que las ganas de pasear le llevan por esta sombría senda bajo el descomunal viaducto de la autovía. La víspera, nuestro tertuliano, que domina francés e italiano, pero no inglés, estuvo dándole explicaciones sobre el monasterio a un joven coreano que, tras volar a Francia, se había cascado un París-San Antolín en bicicleta, con idea de llegar hasta Santiago de Compostela. A falta de un idioma común, acabaron entendiéndose con el traductor del móvil.
Luego Jaime pasa a echar pestes de
Oviedo y de sus escándalos: de Villa Magdalena, del Calatrava, del nuevo Tartiere (éste poco aireado a su juicio). Le pilla un poco despistado el reciente cambio de alcalde. Explica cómo un amigo que conoce bien a nuestra jerarquía política le acabó de hundir en la miseria cuando le preguntó por el relevo de De Lorenzo hace tres años: ¿Oye, este Agustín será mejor que Gabino, no? Qué va. Mucho peoooor”. Lo recuerda riendo y ahora se queda pensativo al reflexionar sobre la llegada del PSOE a la Alcaldía con los votos de Podemos. Él contempla ya Oviedo desde la perspectiva del reino de Cangas de Onís y de ese coche que ya no se llevará más la grúa. Peregrino y octogenario comparten opinión sobre la vergüenza nacional que tienen a la vista. El primer culpable, el Principado, en sintonía con el Ministerio de Cultura y el Ayuntamiento de Llanes, están dejando que una joya del prerrománico asturiano se caiga a cachos, mientras del dinero público se evapora a espuertas por oscuras cloacas. No han emitido siquiera una tímida declaración de intenciones. Nada. ¿Pertenecerán los rocines a la yeguada de Gabino? ¿O serán de Javier Fernández? San Antolín de Bedón ha sido reconvertido de monasterio cisterciense en residencia equina. Del canto gregoriano al relincho por verbigracia de nuestros amados políticos. De su inabarcable estulticia dan fe a diario cientos de peregrinos españoles y extranjeros. Y dos privilegiados caballos, uno blanco y otro marrón.