Vivimos aprendiendo. Cada mañana tiene matices diferentes a la anterior y la mejor conclusión a la que podemos llegar, por llena que esté la mochila, es que nuestro saber tiene el tamaño de un alfiler en un pajar. “Duda hasta de tu propia duda”, recomendaba Antonio Machado. Aplicado al periodismo, el consejo es una cura de humildad necesaria. Nunca creas que ya lo dominas todo, nunca dejes de mirar el diccionario, no te relajes, no des nada por sentado, no creas nada de lo que te cuente nadie. El mensajero siempre tendrá un interés determinado. Quizá en los cinco años de carrera en la Universidad de Lejona (Vizcaya) y el máster posterior en El Correo eso fuera lo principal aprehendido: a dudar, a cuestionar, a interrogar, a tener la mente abierta a todo lo que te sobrevuele e intentar presentarlo al lector en sus justos términos de ecuanimidad, sinceridad, (pretendida) objetividad. Cuando usas comillas es fácil. Pedro dice esto, Juan replica lo otro. Cuando las noticias se meten en territorios más delicados, por ejemplo un suceso truculento, hay que extremar las cautelas. Nunca suficientes. Siempre necesarias.
Tropezamos mil veces en la misma piedra, o en piedras parecidas. Y cuando quizá estemos adiestrados para no volver a meter el pie en la trampa quizá seamos ya demasiado viejos para caminar. Todas estas filosofías son aplicables a la propia carrera de Filosofía, que un profesor iba enseñando a un querido amigo del mundo rural poniéndole ejemplos de vacas. “Perdone pero no le entiendo”, decía el amigo. Entonces, el profe, que también era hombre de pueblo, le explicaba la teoría de determinado filósofo con un ejemplo vacuno. Y el modesto discípulo comprendía. Vamos como lo de Kung Fu y su Maestro en versión española. Del pequeño saltamontes y el fornido pastor pasamos a una sencilla parra de cuatro kiwis, donde acumulas doce años de incomprensión por no aplicar desde el minuto uno los sacrosantos preceptos del periodismo: la duda, la desconfianza, el contraste.
El vendedor del prau te dijo: los cuatro son hembras y debes hacer un injerto macho cada temporada. Y tú, mísero pecador, le creíste. Esta fatalidad (creer) provocó una cadena de errores durante doce años en los que fuiste comprando hasta tres veces kiwis machos, al ir muriendo uno tras otro. Así hasta que tras el florecimiento de 2015 decidiste informarte sobre la diferencia entre una flor y otra. Y al volver a la parra con la lección aprendida resultó un sindiós: tres de las cuatro eran macho y una sola, con apenas ocho flores, hembra. Una parra a la inversa. Un lío. Vivir en el error te ha dejado sin fruto o más bien con una cosecha ruin. Entonces te vuelves un filósofo del kiwi. La parra encerraba más trampas que la noticia más enrevesada. No des nada por hecho, no dejes nada sin contrastar, te dices. Pero claro, vivir así en la desconfianza puede resultar un desgaste tremendo.
Entonces, ¿a quién crees? ¿qué das por bueno y qué cuestionas? ¿en quién confías? Apetece confiar en todo el mundo, pero la profesión pesa lo suyo. Quizá lo mejor sea dedicarte a tocar la guitarra frente a la parra de kiwis a ver si se polinizan por encantamiento musical. Entretanto, sopesas una terapia. Al acabar la jornada laboral, salir a la calle despojado de recelos e iniciar un abrazo sincero, pecho contra pecho, con ancianos, policías, quisoqueros, cajeras de supermercado, conserjes, socorristas, vendedores de seguros y todo bicho viviente. Siquiera por compartir el mismo trozo litoral de cosmos, el mismo espacio vital; siquiera por hacer la vida más llevadera. Con kiwis o sin ellos.