Bryce Canyon, un pinar en Marte | Campo y playu - Blogs elcomercio.es >

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Adrián Ausín

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Bryce Canyon, un pinar en Marte

(Quince días en Utah, 2)

Imaginemos Marte. Ahora, a ese paisaje rojizo hagámosle un par de jugarretas. Una, llenarlo de estalagmitas pétreas con las formas más caprichosas. Dos, salpicarlo de pinos. Ya tenemos, de alguna manera, Bryce Canyon, uno de los paisajes más bellos que has visto en toda tu vida. Al igual que en el Gran Cañón del Colorado, a Bryce te vas asomando desde una sucesión de miradores, seis o siete, marcados a lo largo de unas 20 millas de la carretera que discurre por la planicie paralela a esta caprichosa depresión del terreno. Pero no empecemos por el final. Cuando llegas -martes, 3 de noviembre-, hace un frío que pela, caen trapos de nieve y el cielo se ha vuelto gris oscuro casi negro. El panorama es terrible. De todas formas, pagas tus 30 dólares en la barrera y tiras para adentro sin dudar. Pero por aquello de darle una oportunidad a una repentina apertura del día empiezas por el centro de visitantes con película de veinte minutos incluida, donde te muestran los encantos del parque. Al salir de la proyección le preguntas al Coronel Tapioca de turno por las perspectivas. El tipo, educado pero tristón, de riguroso verde caqui, lo pone todo negro: el tiempo no mejorará hasta el jueves, la visibilidad es mala y la bajada por las sendas (preguntas por Navajo Loop o Queens Garden) es totalmente desaconsejable. Puedes resbalar y te puede caer una roca encima. Con la lluvia y la nieve se acentúa el riesgo de desprendimientos. Como comprobarás un par de veces más, en los centros de visitantes tienen el freno de mano echado. Su misión es acojonarte un poco para evitar problemas. Sales a la calle con el ánimo encogido. Son poco más de las diez de la mañana y sigue nevando. Pero habrá que intentarlo, ¿no? Así que pones dirección al primer aparcamiento, caminas al primer mirador, llamado Sunrise, y cuando te asomas, buffff, ¡se ve todo! La emoción es grande. Pues lo que ves es grandioso, mágico, diferente, todo un capricho de la naturaleza.

 

 

Pensabas que la cosa iba a ser como cuando llegas al Huerna desde la Meseta y te asomas al averno. Pero no. Pese a la altitud, casi 3.000 metros, los americanos no saben de estas nieblas que en Asturias llevamos caladas en la ropa. Hay demasiado horizonte que tapar. De modo que pese a la gelidez del día ahí tienes Bryce Canyon en toda su mágica amplitud, con sus hoodoos, como bautizaron los indios a esta sucesión de ‘estalagmitas’ que la erosión ha ido tallando. El palabro significa ‘espíritu’. O sea, que ellos también apreciaban el encantamiento del lugar. De Sunrise caminas hasta Sunset, el segundo mirador, desde donde no procede dudar en internarse por Navajo Loop, pese a los consejos de Coronel Tapioka. La bajada es diáfana, cómoda, casi apta hasta para sillas de ruedas, y, por supuesto, bonita. Te adentras en las tripas del cañón, das un paseo y subes por otro lado, según te van marcando las indicaciones. En los parques está todo muy bien indicado, muy bien sugerido; hasta tal punto que acabarás echando de menos perderte un poco. Tras recrearte con las vistas, tomas el coche para ir hasta el último mirador, Yovinka Point. Sin embargo, en el anterior han cortado la carretera por nieve. Vamos que la cosa está al límite. Al volver, haces otra pequeña excursión en el primer mirador, llamada Queens Garden, sencilla y absolutamente preciosa con una sucesión de vistas a cada cual más chula. Al final, llegarás ante una gran roca coronada por una forma familiar que le da nombre al paseo. Parece la reina Victoria. Solo que no la ha esculpido nadie más que la lluvia, el viento y la nieve.

A las cuatro de la tarde, tras varias horas contemplando Bryce Canyon, toca replegarse a buscar el hotel. En la carretera hacia Panguitch, donde crees que te alojas, no deja de haber complejos hoteleros. Atraviesas otra formación rocosa, esta muy rojiza, llamada Red Canyon, y en un cruce de carreteras divisas unas casas de madera tipo Oeste que resultan ser tu casa por un día: Quality Inn Bryce Canyon. Están en mitad de la nada, pero mirando a un amplio paisaje muy agradable, así que das la equivocación por buena, pues cuando vas a cenar a Panguitch descubres el clásico pueblo sin alma con todas sus casas dispersas. Solo hay ambiente en la gasolinera y el supermercado, donde decides comprar algún preparado para hacer una cena en la habitación. Hay microondas y esto da un plus para tomar algo caliente. Queda la duda importante de saber qué tiempo hará el miércoles, día en que seguirás ruta a Escalante. Si cae una nevada brutal por la noche, ¿qué? No sabes ni siquiera si el coche tiene cadenas. Pero la aventura americana será benévola. Por la mañana hay hielo en las lunas del Kia. Y nieve en las montañas. Nada más. De modo que puedes dar las gracias por haberte recreado en Bryce Canyon, por no haber dormido en el horripilante Panguitch y por tener la carretera despejada. Desayunas como un león (salchichas, tortilla francesa, jamón york, pankekes con sirope, yogur, zumo, té…) y pones rumbo a Escalante, parque que debe el nombre al apellido de un misionero español. La carretera ofrecerá durante apenas dos horas un auténtico espectáculo. Conducir por Estados Unidos da subidón, sobre todo, si tienes paisajes tan grandiosos como los de Utah a tu alrededor.

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Gijón y otras hierbas

Sobre el autor

Adrián Ausín (Gijón, 1967) es periodista. Trabaja en el diario EL COMERCIO desde 1995. Antes, se inició en la profesión en Bilbao, Sevilla y Granada. En 2019 escribió para el Ateneo Jovellanos el catálogo 'Gijón Escultural'. Luego publicó la novela por entregas 'Cilurnigutatis Boulevard' en Amazon (2021). De la comedia pasó a la tragedia, sin anestesia, en la distopía 'El buen salvaje' (2022), donde denuncia los peligros para el hombre del abuso de las nuevas tecnologías. 'García' (2023) se pasa al costumbrismo con todos los ingredientes de la novela clásica, ambientada en el Gijón de 1979.


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