(Quince días en Utah 7)
Quizá sea simplemente una justa venganza. Tras ser masacrados por el hombre blanco, los indios que perviven en el siglo XXI aprovechan sus prebendas al máximo, hasta exprimir a los descendientes de sus antiguos opresores. Los navajos tienen la ‘concesión’ de Antelope Canyon, un abigarrado cañón en mitad de la nada, con sugerentes formas entre sus paredes por donde desfilan a diario cientos de turistas. Solo que aquí, a diferencia del resto del viaje, la fotografía cuatriplica en méritos a la realidad. Antelope Canyon, un 11 de noviembre, a las 10.30 horas de la mañana, presunta ‘prime time’ por la incidencia del sol sobre la grieta, es simplemente un timo. No deja de ser un lugar sugerente y bonito, pero en modo alguno para que una pareja se deje en apenas una hora 120 dólares por la patilla. Las entradas más baratas costaban 46, pero claro las de los horarios presuntamente buenos subían un pico y tú pensaste aquello de que “para una vez que estoy aquí” voy a ver los efectos luminosos tal como salen en las fotos de internet. Sin embargo, si la grieta tiene 25 metros de altura, cuando haces la visita la luz apenas ilumina los dos más altos y tu itinerario, 20 minutos en una dirección y algo menos en la otra, porque el indio/guía te mete prisa, transcurren prácticamente entre tinieblas.
La visita a Antelope Canyon es, sin duda, un timo a punta de navajo. Pero claro caes de la burra a posteriori. Todo empieza, a las afueras de Page (Arizona, fronteriza con Utah), pagando la talegada con sobrecargo por hacerlo vía mastercard en un chamizo en mitad de la nada. La navaja (con perdón) que te atiende ofrece un trato seco. Está jarta de dólares y tú solo eres un átomo más. Luego llega un navajo disfrazado de época, dispone un cassete y un micrófono y se pone a bailar una danza ancestral así en frío, a las diez de la mañana, en plena pelona de gélido viento de altiplanicie que te obliga a poner doble chupa. La danza tiene un singular contrapunto justo a la espalda del abnegado navajo: tres largas chimeneas de una fábrica soltando humo. Al acabar la parodia sugiriere que pases por el cesto que dejó entre su campo vital y el tuyo. Solo pica un yanqui, para quienes la propina es sagrada.
La función sigue subido a una pic-up forrada en la parte de atrás con un plástico y equipada con dos bancos corridos. Ahí van ocho víctimas con su navajo/guía dando unos amenos botes durante un cuarto de hora hasta la boca de entrada a la grieta. Cada indio lleva a ocho o diez incautos que deben seguirlo apretados a la derecha de la grieta en la ida y a la izquierda en la vuelta. Paran a veces y te dicen que ese rincón oscuro es un buen lugar para la foto. Entonces todo el mundo dispara, como si repeliera un ataque indio en el Salvaje Oeste. Lo hacen mirando al cielo, buscando un soplo de luz en esa hora ‘prime time’, supuestamente la mejor. Tú te preguntas: ¿Cómo será la peor? Al final quedarán un pelín aparentes las fotos tomadas justo a la entrada del cañón, pues se benefician de la luz adicional del acceso. El resto, para tirar.
En Antelope Canyon vivirás la única experiencia inversa de las dos semanas de gira por Utah, con esta mini desviación a Arizona. Si todas las imágenes contempladas en internet antes del viaje fueron superadas con creces por la realidad, aquí las fotos de estudio son un señuelo que en nada se parece a la realidad. ¿Será mejor en verano con más luz? Seguramente sí. Pero en noviembre los juegos luminosos son inexistentes. Tras el veloz recorrido por este ‘narrow’, tu navajo de cabecera te sube al carrumbio con un mensaje final para que te lo vayas pensando por el camino: ¡Admite propinas! Los navajos del siglo XXI, deteriorados por la inactividad física y la comida rápida, ofrecen un aspecto desproporcionado a lo ancho. El tuyo tiene unas manazas que serían un tesoro para la pelota vasca. Cuando estrecha la tuya a ver si oculta un billete al salir de la pic-up, te apetece decirle que siempre quisiste que ganasen los indios tanto en las películas del Oeste como en las luchas de la infancia con tu big brother. Pero para este cacho paisanón con Iphone quizá solo seas un puñado de dólares más. Así que sobran las explicaciones. Esta victoria final sin flechas te deja una sensación extraña. En el epitafio de la cruel batalla del Oeste, los perdedores se han erigido en despiadados capitalistas mientras al hombre blanco solo se le ha reservado un triste papel: hacer el indio.