Una película con Michael Caine y Harvey Keitel juntos tiene poca necesidad de promoción. Dos monstruos del cine en vías de extinción, de 82 y 76 años, no requieren casi ni de un argumento para hacer obligada la visita al cine, aunque lo tengas a seis kilómetros de casa. Si detrás de la cámara ponemos a Paolo Sorrentino, ese napolitano con patillas que nos cautivó a todos hace dos años con ‘La gran belleza’, poco más habría de añadirse. Sorrentino hace arte con el cine: construye diálogos de altura, pinta un cuadro con cada enfoque y salpica sus películas de una plasticidad que las convierte en un objeto de orfebrería, pequeñas joyas en las que la contemplación visual, acompañada de la música, generan ya el suficiente atractivo para salir en su busca.
En un balneario suizo comparten descanso dos viejos amigos, uno director de orquesta y compositor retirado; otro director de cine dando forma a su última película. Ellos son Caine y Keitel. El caballero inglés y el socarrón americano. Pero no están solos en este paraíso perdido en mitad de los Alpes. Están también un actor famoso en busca de inspiración, un alpinista, una miss mundo de quitar el hipo, la hija de Caine con mal de amores, un matrimonio que no se dirige la palabra, un lama, gente diversa y Diego Armando Maradona hinchado como una pelota de nivea. En medio de este vodevil humano, transitan las conversaciones del músico y del cineasta. No hace falta que pase absolutamente nada más. Aunque pasa. Porque Sorrentino quiere decir cosas entre líneas, al igual que hiciera en ‘La gran belleza’. Quiere hablar de la vejez, del tiempo pasado, del fin de ciclo, de la juventud perdida, de la amistad, de la complejidad de las relaciones humanas, de la belleza y la fealdad del ser humano desde un prisma meramente físico; contrapuestas en numerosas escenas de la película; de la necesidad de las ilusiones; del enamoramiento que brota de repente y del que larva durante toda la vida; del genio; del caos; de la elegancia; de la música; del arte por el arte… (Un escape de gas se llevó al otro barrio a los padres de Sorrentino cuando éste contaba 17 años y a buen seguro esta experiencia habrá influido en su peculiar forma de ver las cosas).
Comenta la esposa, al terminar, que el director se pasa un pelín de metraje. Replicas tú que ojalá se hubiera pasado otro poco más. No te quieres ir. Esta película te recuerda a dos libros diversos que acaban de pasar por tus manos. No pasa nada, ni falta que hace. Uno es ‘Zorba el griego’, donde Kazantzakis, a quien Camús arrebató el Nobel de Literatura por un voto, no cuenta absolutamente nada más que la amistad de dos seres contrapuestos, un escritor aburrido, contemplativo, absorto; y un trotamundos divertido, trasgresor y mujeriego. Sus diálogos son como los de Michael Caine y Harvey Keitel, en otra versión; esta vez en una isla griega, donde Zorba y su señor tienen aún vida por delante, pero han recorrido la suficiente para establecer un tratado de filosofía al calor de sus almuerzos. Kazantzakis ofrece el placer de leer por leer, sin duda, a partir de la calidad de su pluma y de las reflexiones de sus dos protagonistas.
Lo mismo ocurre con Steinbeck, tu último hallazgo (regalo de la amiga Patricia), con su ‘Viajes con Charlie en busca de Estados Unidos’. Aquí, el autor, acompañado de su perro, dejando a su esposa, inicia un recorrido por su país en una singular furgoneta-caravana equipada a todo trapo para la ocasión. Quiere conocerlo, analizarlo, destripar cómo es el americano y dónde vive, pues se da cuenta de que ha llegado a los sesenta sin tener un conocimiento preciso del medio en el que habita. El libro de Steinbeck es un libro viajero. Pero pasan muy pocas cosas de interés en el trayecto. Lo fundamental, la esencia, es el cómo las cuenta, la calidad literaria y las reflexiones de Steinbeck en primera persona. Aquí no hay dos amigos. Hay uno solo. Un amigo de sí mismo, que por tanto a quien habla es a su perro, pues todos necesitamos contar nuestras cosas a alguien. De todo su recorrido por los Estados Unidos, Steinbeck revela su estado favorito: Montana, adonde intentarás llevar a la esposa en 2016. ¿Colará? Venga muyer, antes del balneario suizo, tenemos que correrla bien y no dejar tierra sin conquistar. Ya habrá tiempo para la mecedora.
pd.-Último trasunto: el domingo pasado, en Oviedo, el mujerío entró en trance con Jeremy Irons y su elegantísimo metro ochenta y siete a los 67. Con la excusa de alabar su dicción (¿habrían ido a alabar la dicción pongamos de Danny deVito?) dejaron el Auditorio con los ojos como chiribitas. “Impresionante”, anotó la esposa cuando Jeremy salió al escenario impecablemente vestido y peinado. Si hubiera estado Sorrentino entre el público, habría constatado una vez más el éxito de su fórmula: música y belleza.