Eras un niño cuando, camino del Eliska, escuchabas a las pescaderas fuera del Mercado del Sur gritar aquello de “¡parroooches! ¡sarrrdines!”. Los peces se almacenaban en cajones de madera con hielo, a pleno sol, en aquella acera que miraba de frente al parque infantil, adonde luego irías a jugar al fútbol con una pelota de plástico de tres pesetas. Eras un niño cuando los domingos, después de la misa en San Pedro, hacías escala con tu padre en aquellos camiones aparcados sobre la acera cargados de oricios. Una palada, según tu recuerdo, costaba 300 pesetas. En ocasiones, en lugar del camión tu padre desviaba la ruta hacia Cimadevilla, donde había un oscuro negocio de venta de centollos, ñoclas y unas bolsas en las que combinaban patas y trozos de varios mariscos. Eras niño, asimismo, cuando también llevado por el padre, ascendías a la Antigua Pescadería para adquirir algún pez, algún crustáceo, algo con aquel inconfundible aroma de mar que te llenaba la nariz entre aquellos mármoles, aquel suelo mojado y aquel guirigay de mujeres gritonas y matrimonios con abrigos largos de invierno. Nada queda de todo aquello. Echaron a las pescaderas de la acera del Mercado del Sur. Prohibieron la venta a granel de los camiones. Desapareció la misteriosa tienda de Cimavilla. Y la Antigua Pescadería, uno de nuestros edificios más bellos, pasó de albergar un auténtico mercado a ser una anodina oficina municipal donde los gijoneses vamos a pagar las multas de tráfico y hacer otros engorrosos trámites burocráticos.
Todos tus recuerdos de la infancia en este aspecto gastronómico-pescatero-costumbrista han sido arrasados por la normativa, la higiene y la evolución del comercio. Todo es comprensible y asimilable; lo de las pescateras, lo de los camiones de venta a paladas, lo del singular comercio de Cimadevilla; todo salvo la clausura de la Antigua Pescadería construida en 1928 y utilizada para tal fin desde 1930 hasta 1991. Si en un momento dado se quedó obsoleta, si sus condiciones higiénicas no eran las adecuadas, ¿por qué simplemente no se remodeló como tal? ¿acaso sería por la deficiente sensibilidad estético-artística exhibida en ésta y en mil otras tras cuestiones por el alcalde de turno? ¿acaso por una falta de apreciación del valor histórico de dicho inmueble asociado a la función para la que fue creado? ¿acaso por el absoluto desconocimiento del plus creciente del mismo como elemento de valor turístico de primera magnitud? Quizá fuera la suma de todo ello.
Tentó el alcalde de entonces la opción de incrustarle al edificio un casino y, tras fracasar, no le dolieron prendas en profanarlo transformándolo en oficinas municipales. El crimen, firmado por Vicente Álvarez Areces, sigue vigente en 2016. Sin embargo, quizá seamos muchos miles los gijoneses que maldecimos silenciosamente esta realidad cuando contemplamos con nostalgia una fachada que invita al equívoco al mantenerse casi intacta e incluso seguir presidida por tres palabras y una fecha talladas en mármol: Pescadería Municipal; Año 1928. Muchas aberraciones cometidas en la ciudad tienen mal remedio. Léase los edificios del Muro, el sindiós de la estación de tren o la irritante Ería del Piles (éste al parecer lo tiene, aunque se eternice). Sin embargo, en tu mente no deja de alumbrar el proyecto tangible de devolver a la Antigua Pescadería su vieja condición con unas atractivas adaptaciones a los tiempos. Bastaría derivar a todo su funcionariado a cualquier inmueble de la ciudad, pues pagar multas con vistas al mar resulta un lujo innecesario, y diseñar un proyecto ilusionante que, además de preservar el costumbrismo local, se erigiría desde el primer instante en un atractivo turístico de restallu.
Visualicemos un edificio mixto, con su planta noble elevada dedicada a los puestos de venta de pescado complementados, junto a los ventanales, por pequeños gastrobares donde tuviera especial protagonismo el propio género vendido, con la posibilidad adicional de adquirir por ejemplo una andarica o unos oricios en un punto de venta y tomarlo cocinado en un gastrobar (como se hace en algún mercado madrileño). La planta baja, entretanto, podría albergar un comercio mixto, con carnicerías, fruterías, puestos de encurtidos y floristerías. ¿Quién da más? Este mercado sí que sería un ‘proyecto singular’ de esos que tanto gustan anunciar los políticos y concitaría el aplauso unánime de la ciudadanía. Solo falta, en el maremágnum de siglas actual, que se sienten todos a trabajar juntos y den un paso al frente. Ellos se ganarían el sueldo. Y nosotros, una esencia marinera que se fue de esta ciudad por la puerta de atrás sin saber muy bien el porqué.