Cuando viajas en tren lo disfrutas desde que compras el billete. Solo imaginar una ventana, un paisaje, el periódico y/o un libro es lo suficientemente sugerente como para que resulte secundaria la duración. Es más, a veces hasta te da rabia llegar aunque lleves nueve horas en ruta. Todo es idílico en el tren. Todo es relajante. Todo, salvo la compañía. No te refieres a la propia, pues el viaje es en solitario. Te refieres a la accidental. A la del humano que te toca en suerte en el asiento vecino. Una semana de relax produce un estado de ánimo aún mejor en el retorno. Pero tras una persona educada se te adjunta otra que ya te da malas vibraciones desde el primer instante. Es un varón de unos 43 años, tez pálida, pelo negro y ropa azul marino y negra. Demasiada ropa para finales de abril. Y aspecto tristón.
Nuestro hombre pasa a la ventanilla y se reclina adoptando una extraña postura. Aquí llega la primera sorpresa. Con los ojos entornados, mete la mano al plumífero y extrae de un bolsillo un regaliz rojo alargado. Se lo engulle y empieza a masticarlo con la boca semiabierta haciendo un ruidillo horroroso. Cuando acaba, vuelve a meter la mano, saca otro y repite la masticación. Así durante un cuarto de hora. Al final, se acaba la bolsa. Calculas unos ocho o diez regalices. Entonces se pasa al teléfono móvil. Marca el número de un amigo e inicia una larga perorata. Tiene acento gallego poco pronunciado, aunque vive en León, adonde se dirige. Ha estado en Madrid en un asunto de empresa y se llama Luis. Y habla y habla y habla, mientras tú intentas abstraerte de sus palabras sin éxito para centrarte en un apasionante libro de Manu Leguineche. Empiezas por tanto a irritarte. El galleguiño prolonga su plática una media hora. Un rollo infumable. Reflexiones repetidas una y otra vez a su interlocutor sobre la oportunidad de cambiar de curro. No son originales precisamente. Destacan dos: “Siempre hay cosas positivas y cosas negativas”, “es cuestión de analizarlo”, con una coletilla final: “¿No sé si me entiendes?”. Te entendemos Luis, pero todo el vagón va en silencio y solo se te escucha a ti.
A la primera media hora de conversación le siguen dos más de unos veinte minutos cada una. Luis solo descansa para repasar el guasap. Luego intenta la cuarta, salta un buzón de voz y ahí deja su santo y seña. Falta la guinda del pastel. Mientras tú te encuentras literariamente en el campo de concentración de Mauthausen, tu compañero de pupitre no encuentra ya a quien llamar a dar el coñazo. Entonces empieza a repasar vídeos chorras, con volumen en abierto. Se queda en el primero, que parece gustarle, pues en cuanto termina lo empieza otra vez. Su música, más bien horrible, te martillea una y otra vez. No puedes más. Entonces saltas. Miras fijamente a Luis y le dices: “Perdona, ¿no te parece que ya está bien?”. Luis te mira perplejo. No entiende nada. No es consciente de ser un pelma monumental. Y un maleducao. Te mira con cara de bobo, como pidiendo una aclaración. ¿Qué? “Que si no te parece que ya está bien”, repites ultraserio. Sigue sin entender. Y debes explicarle: “Que ya está bien de dar el coñazo con el móvil. Me estás dando el viaje. ¿No ves que la gente va callada y solo estás tú metiendo ruido y molestando?”. Sigue con cara de bobo. Entoces farfulla con una voz blanda, fofa: “Pues si te molesta vete a otro asiento”.
La respuesta es simplemente una mirada asesina. Luis no te columpies, intentas decirle con los ojos. Llega la parada de León, te pide pasar y se pone en pie en el pasillo. Antes de irse, lanza una pulla final. Te toca el hombro y espeta: “Perdone, si le he molestado le pido disculpas… Pero también me ha molestado usted a mí porque va sentado en mi asiento”. Nuestro héroe se queda contento con ese reproche a una situación que desconocías. Solo le replicas harto de su presencia, de su móvil y de sus regalices rojos: “Qué gilipollez”. Adiós Luis. Hasta nunca. Seguro que en estos momentos comunicas.