Dedicado a Adolfo y Charo (Madrid), Nacho y Maite (Huelva) y
David y Diana (Logroño), excelentes compañeros de viaje.
Bueno anda, y también a los rusos
Cuando te subes al camello no puedes evitar pensar: ¿Estaré haciendo el panoli? Ocho españoles y dos rusos en fila india encarando el desierto del Erg Chebbi, o sea, la puerta del Sáhara, quizá ofrezcan una estampa un tanto turisticona. Sin embargo, lo cierto es que el grupo se dispone a pasárselo bomba durante veinticuatro horas. Ir en un viaje organizado, eso que contadas veces haces, tiene por una vez la contraprestación del dejarse llevar, de que te lo den todo hecho, lo cual te permite centrarte solo en pasártelo bien e incluso bajar la guardia en el nivel de exigencia. Total, que ahí estás en camello (mejor dicho, en dromedario) en pleno noviembre encarando las primeras dunas de Marruecos después de pasar dos días en Marrakech y de atravesar el Atlas en una furgoneta con un grupo variopinto, y majo, de españoles y dos rusos silenciosos que rehúyen toda relación. Residen en Londres, tan viajaos por tanto, pero no quieren saber nada de los intentos de las otras cuatro parejas de Asturias, Madrid, La Rioja y Huelva de trabar contacto en pikinglish para hacer un poco de pandi. Él lleva unos calcetos rosa fuxia que atentan a la vista y quizá tengan por propósito encubierto frenar todo tipo de comunicación. En un momento de exaltación de la amistad piensas en hablarle de Lediakhov y Cherichev. Pero esti rusu, claro lo deja, no quiere tratos. Está en el Moro con la parienta y rechaza abiertamente mezclas explosivas. Bastante tiene, tenemos, con lidiar con un chófer gruñón… Y así es como ocho españoles contentos y dos rusos prudentes se adentran haciendo el panoli en las arenas movedizas del desierto. Pero qué bien lo ‘pasemos’ oye.
La primera sorpresa agradable es que el viaje en camello no dura cinco minutos, sino hora y media. Parte a las cinco de la tarde del hotel-albergue de Alí El Cojo, en Merzouga, hace una parada para ver la puesta de sol sobre las dunas y llega al campamento al anochecer. Se trata de un oasis, con agua en el subsuelo y algunas palmeras y arbustos aquí y allá. Entre ellas se agrupan hasta seis formaciones rectangulares de jaimas. En la que le toca al grupo hispano-ruso hay unos pocos viajeros adelantados tomando un té en el ‘patio’ formado por las jaimas, salpicado de alfombras y con un fuego dando ambiente en su epicentro. Entre ellos, sobresale enseguida el acento andaluz. Son tres viajeros de Huelva, dos chicas y un revolvín Antonio, que, sumados a los dos de tu prole, forman casi una mayoría absoluta en este rincón del desierto frente a los jóvenes bereberes que gestionan este particular chiringuito y los rusos. Probes rusos. Si no querían taza, ahí tienen taza y media. Con la anochecida, el primer tema de conversación al calor de las jaimas de lana y del fuego es, curiosamente, Huelva: su urbanismo, sus calles, su semana santa. Antonio el revolvín no calla, los rusos no hablan y tú no puedes evitar pensar cómo estarán echando de menos su samovar. Para hacer un poco de contraste recuerdas al monopolio onubense aquello de que ‘Asturias es España y lo demás tierra reconquistada’. Suena un poco fuera de bolos. Pero bueno, ¡ya está bien de calles de Huerva en pleno Sáhara!
Tras la primera tertulia, los bereberes llaman a la cena a la gran jaima. Allí, los mismos que hicieron de guías con los camellos lucen sus dotes en la cocina con una rica sopa y un tajín de pollo y verduras. De vuelva a la plaza central, se reconvierten en músicos como por arte de magia y se ponen a tocar el tambor y a cantar simpáticos y animosos. Así es como apenas dos horas después de aterrizar en el desierto como un platillo volante te hallas de repente de pie, incitado por los bereberes, bailando con ellos ritmos étnicos y cantando una estrofa repetitiva lo mejor que sabes. ¡Vaya manera de hacer el panoli! Pero, oye, te lo estás pasando bomba. Tras media hora musical bastante intensa, toca visita guiada a las dunas alejados de las débiles luces del campamento. Hamid lo dice en un castellano cristalino: “Ahora vamos a caminar un poco, ¿vale?”. Pues claro que vale, Hamid. Contigo al fin del mundo. Él y otro bereber conducen al comando hispano-ruso al exterior de las jaimas, donde los camellos reposan
tumbados con esa placidez que les caracteriza. Tras rebasar sus siluetas, el grupo se va alejando más y más adentrándose en la noche por dunas que suben y bajan para sorpresa de unos pies que no ven casi nada. Esto produce risas y grititos femeninos. Unos veinte minutos después, alejados ya de las luces del campamento, Hamid ordena parar. “Ahora nos tumbamos para ver el cielo”. Sea. El grupo forma al instante un círculo bastante abierto que se queda ensimismado ante la mayor colección de luces celestes jamás vista. La arena está fresca, hay unos veinte maravillosos grados de temperatura y nuestro bereber cocinero-cantante-guía nos invita a concentrarnos para ver estrellas fugaces. ¡Ahí están! Una, dos, tres… El espectáculo es total. Impresionante. Entonces Hamid suelta una adivinanza: “Nace con cuernos, crece sin ellos, muere con ellos…”. Nadie da con las respuesta. Y la ofrece él mismo: “La luna”. Entonces la representación gijonesa le pregunta en voz alta, con todos tumbados: “¿Tenéis sección de chistes en el desierto?”. Y Hamid acude al trapo al instante. Empieza por el clásico de camellos. “¿Cómo meterías un camello en tres veces en una nevera?”. Y la cosa va desvariando en medio de carcajadas generalizadas. De repente caes en la cuenta de que los rusos no se están enterando de nada. Probes.
Tras dormir en las jaimas unas seis horas, toca levantarse para ver amanecer sobre esa arena del desierto que parece una mezcla de canela y cúrcuma al tacto. Aún de noche, el esfuerzo de conquistar una gran duna para tener mejor vista es pistonudo. Los pies resbalan y el estómago está vacío. Pero cuando se va haciendo la luz, en tonos anaranjados, el esfuerzo obtiene su recompensa. Al llegar al albergue de Alí El Cojo, tras un retorno de nuevo en camello, toca desayunar a base de bien e incluso darse un baño en la piscina que preside un amplio patio. La experiencia del desierto, pese a su toque afroturístico, ha sido muy buena. De esas que no se olvidan. Al subir a la furgoneta, los españoles se han quedado sin rusos. Habían pagado una noche menos en el Atlas y se han ido para Marrakech como alma que lleva al diablo en otro transporte. Deben de estar festejando con champán la recuperada intimidad. El comando español, entretanto, pone rumbo a Ouarzazate. Y tú te preguntas: ¿Cómo pronunciarán esto los de Huerva, quillo?
¿Continuará?
Preguntar en la embajada de Rusia
PD.-Respuesta: ‘Se abre la nevera, se mete el camello y se cierra’.