En Troya, Paris mató a Aquiles de un certero flechazo. En El Rinconín, bastante más cerca de todos nosotros, ‘La lloca’, santo y seña de la ciudad, sangra por la misma herida. Un orificio circular, realizado en apariencia con un objeto punzante, amenaza desde hace dos o tres meses su integridad. No parece que haya venido ningún troyano de ultramar para repetir la gesta de la batalla contra los griegos, más bien los indicios apuntan a tribus cantábricas; acaso suevos asentados en nuestro territorio o un celtíbero encabronado con el cerebro de un oricio. También cabe ser bienpensante y achacar la herida a la erosión del viento sobre el bronce, aunque cuesta trabajo darle tanto protagonismo a Eolo.
Ya debió imaginar Ramón Muriedas las condiciones adversas en las que iba a vivir su criatura cuando la concibió «en medio de una gripe horrible» allá por 1970. De hecho, en su última entrevista publicada en EL COMERCIO ni siquiera recordaba haber estado en la inauguración aquel histórico 18 de septiembre. Ni se fotografió tampoco nunca con ella en un par de visitas posteriores a Gijón. Muriedas fue hallado sin vida el 23 de noviembre de 2014 en su domicilio de Santander, a los 76 años, velado tan solo por su perro, Benito, con lo cual el abrazo con esa ‘Muyerona’ tan arraigada en Gijón ha quedado para la posteridad como una asignatura eternamente pendiente.
En sus 46 años y pico de vida, el ‘Monumento a la madre del emigrante’, como nadie la llama, fue objeto de un sinfín de incomprensiones, deterioros e incluso atentados, como el bombazo nunca reivindicado que la echó a tierra en 1977. A los pocos días de su colocación ya se le hacían chistes y era objeto de viñetas tildándola de «poco agraciada». Y tras su última rehabilitación integral, realizada en 2004 ante su manifiesto deterioro (el armazón interno había sido concebido en hierro y el salitre lo estaba devorando), aún sería objeto del vandalismo. Ocurrió en 2012 cuando le fue amputado el dedo corazón de su mano derecha. Y ahora volvemos a las andadas. De nada ha servido la asunción progresiva de la villa de Jovellanos de esta escultura desgarrada como icono local para preservarla de los bárbaros, siempre acechantes para dejar su huella ahí donde más duele. Las últimas manifestaciones artísticas sobre la piel de nuestra ‘Muyerona’ tienen de momento escasa relevancia desde el prisma del volumen: el mencionado orificio, por donde amaga con entrar el índice de un adulto, y una micropintada en la espalda, a media altura, donde se puede leer «acab», amén de otra en el pedestal limpiada en noviembre tras la denuncia de este periódico.
No corren buenos tiempos en Gijón para el patrimonio. Sí, en cambio, para los cafres, que tienen en esta ciudad un paraíso natural para llenarlo de garabatos sin que nada ni nadie mueva un dedo. Hace una semana, el ‘Elogio del Horizonte’ de Chillida amanecía con tres suculentas pintadas. A los autores les da igual una papelera, una persiana o una obra de arte. Y a quien debiera perseguirlos, al parecer, también, pues no consta una sola manifestación pública al respecto.
Atacar a ‘La lloca’ es atacarse a uno mismo. Pero eso en el cerebro de un oricio quizá resulte difícil de discernir. Los escultores, los trabajadores de Emulsa que asumen la limpieza y los policías responsables de sancionar deberían visitar los colegios y explicarlo. O sea, hacer de padres. Tendrían que sortear un sinfín de púas, pero porfiando mucho quizá acabasen llegando al centro del problema.
(Publicado en EL COMERCIO el 6 enero 2017)