La llamada de teléfono de un madriles te adentra en los secretos nocturnos de un mentidero gijonés

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Adrián Ausín

Campo y playu

¡Se acabó la miseria en este bar!

Aquello de tener un café y un pub de cabecera era tremendamente práctico. Salías de currar a una hora rara, tardía y si tenías cuerda te ibas para allá sin ningún problema. O tenías a un amigo detrás de la barra del Caracol  o tenías un montón detrás y delante de la barra del Escocia. Normalmente ibas acompañado tras una multitudinaria cena. Pero si te apetecía salir y no habías quedado con nadie el problema, el retraimiento era nulo. A los cinco minutos de poner un pie en el Escocia ya tenías tertulia. Dentro, fuera, en el fubolo… En cualquier rincón. Y si el dueño del Caracol, tu colega el señor Barquín, estaba algo liberado pasada la medianoche te sentabas en la mesa situada a continuación de la barra a echar un ajedrez. ¡Qué tiempos! Después del repentino cierre de ambos, te quedaste ‘huérfano’ nocturno. Así, desde hace años, cuando sales de currar cualquier día al filo de la medianoche adonde vas es a casa, salvo que tengas una cita previa planificada. Pues te quedaste de un plumazo sin tus referentes. Para tus gustos y para los de muchos gijoneses en la misma sintonía, el Escocia y el Caracol tenían algo de Cheers, de esos mentideros donde la tertulia está garantizada y donde tiene uno la sensación de que todos se conocen a todos. Con buena música (sobre todo en el Escocia) y buena química. Hoy, apenas tomas un par de cervezas al mes en el Kitch, el pub de Luisón, con especial encanto, y por supuesto el Savoy, con su punto alegre rockabilly; además del Varsovia o el 4.70. Poco más en cuestión de los llamados bares de copas.  

Soltado el lloriqueo existencial, constatación de un ‘avance’ en la edad y de un cambio de hábitos, procede contar el descubrimiento. Hace unos días, te mensajea un madrileño veraneante de Riaño, un histórico del viejo Riaño, Jesús, para tomar algo. Cuando sales de currar, pasadas las once de la noche de un viernes, le preguntas dónde está y te dice: ‘En Chamberí’. Preguntas si en Madrid o en Gijón, en son de coña, y replica que en la calle La Playa. Entonces caes en la cuenta de la cervecería a la que habías ido un par de veces sueltas tiempo atrás sin fijarte siquiera en el nombre. Lo que te encuentras allí es, de nuevo, Cheers, en una versión actualizada, es decir, no ya un pub de veinteañeros a cuarentañeros sino la siguiente escala: de cuarentañeros a sesentañeros. Pero, constatado el salto generacional, lo demás, lo que ves allí, refleja ese espíritu perdido años atrás en una nueva dimensión. Otras personas, más abolladas que las del Escocia; otras conversaciones, ya no se trata tanto de ligar como de hablar de discos, libros, películas, fútbol, viajes y por supuesto también chorradas varias; y una música bien elegida que incluso anima a bailar, él solo, a un ¿cincuentañero? de La Felguera muy relamidín y bien vestido, pero con una marcha muy simpática y contradictoria.

En el Chamberí descubres que todos hablan con todos: los que fuman fuera, en la zona retranqueada, los de la barra, los de las mesas… La peña salta de una conversación a otra en cuestión de segundos y el típico tío que no has visto en tu vida está de repente hablándote de una película cojonuda, de la etapa alemana de Bowie, de Abelardo “y les perres a las que reununció” (otro con la misma cantinela hinchada) y de intrahistorias del propio local de lo más divertidas. Cuenta con mucha teatralidad cómo entraba un mítico estanquero al bar años atrás y sentenciaba desde la puerta sonoramente: “¡¡¡Se acabó la miseria en este bar!!!”; para añadir a renglón seguido una orden al camarero o al dueño, no lo sabes bien: “¡¡¡Pincha un barril!!!”. El narrador lo cuenta una vez y otra y otra. Y cuando acaba de teatralizar la anécdota, tanto él como tú y como Jesús (el madrileño que te ha convocado en el Chamberí) estallamos en una sonora carcajada. Te apetece decir eso de ‘tócala otra vez Sam’. Cuéntalo otra vez. Porque te vas a reír de nuevo como si fuera nueva la frase. 

El entorno de Jesús, que parece pasárselo bomba en el Chamberí cada vez que viene a Gijón, lleva unas siete cervezas cuando tú empiezas por la primera. Un par de horas después ellos van por nueve y tú te has solo aproximado con dos birras y un extraño giro final a un albariño. Cuando te vas, después de escuchar buena música y reír bastante con las conversaciones cruzadas, has platicado con Jesús y con Ramón, a quienes ya conocías. Pero también con unos siete u ocho sujetos a los que no conocías de nada, incluido un chaval en silla de ruedas que no para de moverse por el bar de un lado para otro muy animado. A las dos y pico de la mañana acusas el tremendo desentreno de nocturnidades tras un intenso día de curro y te retiras. Pero allí quedan muchos parroquianos en una imparable danza verbal  con ciertas dosis de frenesí. Se palpan las ganas de evasión. De viernes. Es, históricamente, el mejor día de la semana. El que abre las puertas del finde de par en par. Y se nota. Tiene bemoles que un madriles te haya iniciado en este batiburrillo gijonés tan chisposo. Pero así ha sido. Gracias, Jesús, por la experiencia. Cando vuelvas, pago yo. ¡Se acabó la miseria en este bar!

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Gijón y otras hierbas

Sobre el autor

Adrián Ausín (Gijón, 1967) es periodista. Trabaja en el diario EL COMERCIO desde 1995. Antes, se inició en la profesión en Bilbao, Sevilla y Granada. En 2019 escribió para el Ateneo Jovellanos el catálogo 'Gijón Escultural'. Luego publicó la novela por entregas 'Cilurnigutatis Boulevard' en Amazon (2021). De la comedia pasó a la tragedia, sin anestesia, en la distopía 'El buen salvaje' (2022), donde denuncia los peligros para el hombre del abuso de las nuevas tecnologías. 'García' (2023) se pasa al costumbrismo con todos los ingredientes de la novela clásica, ambientada en el Gijón de 1979.


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