En el Campo Valdés, una fresca mañana de marzo, se produce la siguiente conversación entre hombre y estatua:
–Ave, César.
–Ave, playu.
–César, tenéis un ave sobre la testa. ¿Quieres que la avente?
–No. Dejadla. Sus garras masajean mis sienes.
–¿Y si le da por deponer?–Estoy más que habituado. La lluvia vendrá después.
–César, lleváis 47 años en este bonito rincón sin mover un músculo. ¿No resulta agotador?
–En absoluto. Más cansado era gobernar un imperio. Me recreo en la contemplación de esta bella bahía gijonesa. Y no me canso nunca de mirarla.
–Extrañaréis los edificios.
–Observo que el hombre ya no trabaja la piedra como antes. Prefiero mirar al mar e imaginar, incluso, mi lejana Roma, que vislumbro en el horizonte.
–César, dais de lado con nuestro Ayuntamiento. ¿Escucháis las sesiones plenarias?
–¡Callad!, por favor. ¡Cómo hemos podido caer tan bajo con el devenir de los siglos!
–Luego oís lo que ahí se debate…
–En efecto.
–¿Y lo desaprobáis?
–No se habla de puentes, acueductos, embalses, teatros, circos, murallas… Solo atisbo burda palabrería. ¿Acaso no acometéis conquistas para ampliar vuestro territorio? (César pasa a preguntar).
–Sí, mi César. En estos días pasados, hemos enviado una misión para controlar el proceso de paz en Colombia cual si nuestro territorio astur volviese a ostentar la gloria de antaño de la Monarquía de Pelayo.
–¿Pensáis anexionaros ese país?
–No, César. El viaje no tiene mayor objetivo que el divertimento de la comitiva que lo integra, que está a gastos pagos.
–¡Ah! Entiendo. ¿Y el pueblo? ¿Paga muchos impuestos?
–Constantemente César y de muchas maneras. En la nómina de cada mes, en el recibo de la luz, por tener una casa, por venderla, por heredar los bienes de los padres. ¡Por todo! Hay gente que hasta debe renunciar a ellos por no poder pagar y todo el sudor de toda una vida en lugar de transmitirse de padre a hijo acaba en manos de los gobernantes astures.
–Tendrá entonces Asturias un gobierno fuerte y rico que llenará el territorio de grandes obras.
–No, César. No es exactamente así. La política se ha convertido en un horrible fangal.
–Mmm. Yo encontré Roma como una ciudad de ladrillos y la dejé como una ciudad de mármol. Ese es el sino del buen gobernante.
–Quizá sea hora de que regreséis, César. Si lanzáis esas proclamas empezaréis a ser mal visto por estas tierras.
Y así fue como Octavio Augusto, primer emperador de Roma (63 AC-14), despareció de la noche a la mañana del Campo Valdés.
(Publicado en EL COMERCIO el viernes 2 de marzo de 2017)