Cuesta trabajo imaginar a un cafre haciendo una pintada de nueve metros de largo y casi dos de alto entre las escaleras 10 y 11 del Muro sin que nadie se percate de la situación. La gente no quiere líos. Claro está. Y ahí reside el quid de la cuestión. La última pintada de la playa no puede hacerse en menos de un par de horas y esas suculentas multas de las que habla la Policía Nacional (de hasta 3.000 euros) nunca se pondrán si los señores agentes no pillan a nuestros artistas con las manos en la masa. Basta coger el móvil y llamar al 091 para intentar poner freno a esta desesperante ola de mierda que llena las paredes de Gijón. Pero está claro que nadie lo hace.
Tenemos por tanto no uno, sino dos problemas. Uno son los cafres. Esos que escriben Molly, Kowa, Kenke y otras mongoladas a grandes y pequeños trazos por todas las calles de la ciudad, esculturas incluidas, dejando una ‘sensación’ de impunidad y suciedad creciente. Y otro son los ciudadanos que pasan impasibles ante ellos. Da igual que pinten de madrugada. Siempre hay algún caminante en todas partes, en cuya mano está dar el aviso. De todas formas, no seamos ingenuos, la multa no será ninguna panacea, pues el cafre en cuestión será menor de edad e insolvente. Por tanto, no pagará un euro y seguirá comprando pintura para decorarnos papeleras, portales, bancos, garajes, quioscos, esculturas y todo lo que se le ponga por delante.
La solución real, sin olvidar la multa, tiene dos aristas. Una es la de largo recorrido: enviar un policía, un operario de Emulsa e incluso un escultor a cada colegio a dar clases magistrales de civismo. Otra es la verdaderamente efectiva. El cafre pillado in fraganti se pasará tres meses trabajando los fines de semana con una brigada quitapintadas actuando por las calles de Gijón. Ocho horas el sábado y ocho horas el domingo. Si no le pone entusiasmo a la tarea, será discreción del monitor de Emulsa convertir los tres meses en seis y así sucesivamente. Y si no comparece se arbitrará un paquete de medidas drásticas para que no se le pase por la cabeza hacerlo ni a él ni a su familia.
Los trabajos comunitarios son una medida aplicada desde hace largo tiempo en muchos países. Aquí, sin embargo, parece darnos un estúpido rubor implantarlos. Cierto es que el Principado ha anunciado su regulación. Pero, ¿para cuándo? De momento, mientras los políticos se desperezan y toman conciencia de cómo está Gijón (aún no ha hecho ninguno una sola declaración pública al respecto más que para responder, a la defensiva, que las pintadas en los edificios no son cosa suya), es hora de que el ciudadano ponga su granito de arena haciendo una llamada a la Policía.
Dejar el asunto en manos de la inercia, como está ahora mismo, es una catástrofe para la convivencia. En cada calle, en cada pared hay mierda. Porque eso es exactamente una pintada. Mierda de colores.
(publicado en EL COMERCIO el 31 de marzo de 2017)