(Doce días en Noruega, 7)
Alesund es la primera. Cuando lees las historias de cada ‘gran ciudad’ costera noruega (en realidad parecen pueblos grandes) siempre hay un incendio que lo cambió todo. Construir en madera es lo que tiene. En Alesund hubo incendio, por supuesto, en 1904. Y eso motivó una construcción homogénea que acabó por bautizarla como la ciudad del ‘art Nouveau’. Muy coqueta, muy señorial. Tiene 23.000 habitantes, pero aparenta menos, y posee la flota bacaladera mayor de Noruega. En Alesund procede subir unas empinadas escaleras (418) hasta el mirador de Kniven, desde donde se tiene una panorámica espectacular de la ciudad y del entorno marinero y montañoso. Hay dos islas frente a ella y están conectadas por túneles que, pese a su elevado coste, son gratuitos.
Trondheim tiene mucha historia. Fue capital noruega entre los siglos X y XII. Aquí es donde el rey Vikingo Olaf abandonó el paganismo y abrazó el cristianismo, luego sería martirizado y está enterrado bajo el altar de la catedral. Tiene 182.000 habitantes aunque, una vez más, no se nota. En tiempos pretéritos se llamó Nidaros y este nombre se conserva para su gran catedral, que domina la ciudad un poco elevada. En el centro hay un palacio real de madera con grandes ventanales pintado en amarillo pálido y al otro lado de un puente uno se adentra en un barrio residencial muy guapín por el que subes a la fortaleza de Kristiansen, otro punto elevado para dominar la city. Es ese puente te detendrás un rato para contemplar las casas alineadas a ambos lados sobre el agua. Parece una Venecia escandinava. En Trondheim hay mucha universidad, mucho museo y mucho bullicio. Y una gran vinatería donde pillas un par de vidrios para brindar en el camarote antes de alguna de las comidas o las cenas a bordo.
Svolvaer y Lodingen son las dos paradas del barco en las espectaculares Islas Lofoten, más allá del Círculo Polar Ártico. Según verás, bien merecen una visita a fondo de tres o cuatro días. Pero vas en barco picoteando aquí y allá. Contratadas la excursión que te ofrece llevarte por tierra de un puerto a otro en bus con algunas paradas en sitios de interés. En estas islas se combinan grandes picos, con entradas del mar por las planicies con lagos que se confunden con el mar. Domina la nieve, pero no lo cubre todo. Yendo en el bus de repente se pone a nevar alegremente, luego para y, pese a hacer un frío que pela, se intuye un resol, lo cual anima al guía a decir que es un buen día. ¿Cómo serán los demás? La primera parada es en una iglesia, en un paraje solitario y apocalíptico. Está agarrada al suelo literalmente por cables laterales, pues los vendavales ya la han destrozado varias veces. Se alza junto al mar y los picos en un prado amarillo sal picado de tumbas. Solo falta que se abran las puertas del cielo y aparezca un señor de barbas como en las portadas de los libros de religión. La carretera es un espectáculo en sí misma en Lofoten y los secaderos de bacalao forman parte habitual del paisaje. Según cuenta el guía, estas estructuras de madera inmensas solo se usan para el consumo noruego. Lo que se exporta no pasa por este proceso de secado al gélido viento invernal, se sala y se vende. En su día hubo osos polares en las Lofoten, pero ya no quedan. Quizá muriesen de frío. Una parada final te deja un rato largo en unas casas museo donde se muestra el modo de vida local, volcado en la pesca, la casa de una familia adinerada y embarcaciones. Hoy, en estas islas de ensueño ha proliferado el teatro y otras artes como modo de vida alternativo. ¿Y se bañan alguna vez? El guía sonríe. En verano, dice, pueden llegar a 15 grados y algún día bueno a 20. Sí, puede haber alguien que se bañe en el mar o los lagos. Pero no es moneda corriente.
Tromso está ya 400 kilómetros al norte del Cículo Polar Ártico. Se llega por un largo canal que parece una caudalosa ría pero es un fiordo. Hay casas a izquierda y derecha durante un largo trecho. Enseguida destaca a la derecha la catedral ártica, una singular construcción que recuerda a un iceberg. Sin embargo, el centro está a la izquierda, donde hay otra catedral convencional, una biblioteca de vidrio muy peculiar, un par de museos polares, mucha universidad y mucho bullicio de sus 67.000 habitantes. Pese a su ubicación en el mapa, en Tromso el clima está moderado por las corrientes del Golfo. En abril está todo nevado. Sin embargo, no excesivamente nevado. Las calles están despejadas e irradia todo una luz especial. En las blancas laderas que rodean a Tromso hay un ‘campamento de huskys’ y allí te irás a montar en trineo.
Honningsvag, aún más arriba, penúltima gran parada, es a ojos del barco un pueblo grande y apacible que oferta solo un confortable paseo. Esto motiva que muchos se apunten a excursiones: al Cabo Norte (punto emblemático pero tremendamente caro pese a ser un simple peñón con un museo), a ver aves o a conocer un pintoresco pueblo de pescadores. Decides quedarte. Pasearlo. Y fotografiar algunas de sus casas de colores. Tiene un bar de hielo dentro de un edificio convencional pero esteJueves Santo está cerrado. Se siente uno en Honningsvag en el más allá del más allá. Remoto. Gélido. En un ambiente de paz que solo alteran los rugidos de un coche con matrícula rusa. Los dos tíos llenos de tatuajes que van dentro meten mieu.
Ser un enclave fronterizo con Rusia y Finlandia, ambas a apenas catorce kilómetros, le da a Kirkenes un caché, un plus especial en esta ladera curvada que mira ensimismada a un mar que parece un lago gracias a los recovecos continuos de los fiordos. En Kirkenes está todo quieto. Las calles nevadas, las casas con sus garajes y sus pequeñas parcelas, al estilo yanqui, los invisibles habitantes (quizá se muevan pero dentro de sus casas) e incluso el hotel Thom, donde apenas se ven clientes pese a ser Viernes Santo y tener una excepcional ubicación a pie de mar. Kirkenes tiene cosinas dentro de su dormidera invernal. La principal, caminar por sus blancas calles desiertas. Otras: un búnker museo de la II Guerra Mundial, una estatua homenaje a los rusos que los liberaron de los nazis, otra de un oso abrazado a un semáforo, el clásico museo local y unas esculturas de hielo que, en abril, están ya derretidas, pese a estar todo nevado. Todo está cerrado o apagado o desconectado. Es una fiesta especial Semana Santa y el pueblo duerme el sueño de los justos, lo cual no le resta un ápice de encanto. Es más se lo da. Al parecer, tiene unos curiosos pubs. Pero también están cerrados. En Kirkenes has hecho la maravillosa excursión de la captura e ingesta del centollo noruego (king crab) y preveías y a ver el hotel de hielo que está a unos catorce kilómetros. Pero ese día ya por la tarde nadie te lleva. Y si lo hicieran te cobraran solo por mirar 75 euros por barba. Toca por tanto recrearse en este paisaje urbano congelado en el tiempo donde uno imagina estraperlos con los rusos y grabaciones de capítulos de ‘Doctor en Alaska’. Al día siguiente, el bus al aeropuerto será otro bonito viaje al más allá. Resulta que el avión a Oslo va lleno. Pero, ¿dónde estaba toda esta gente?
PD.-El hotel de hielo que no visitas por imperativos no es el de 007, con pisos y a todo trapo. Es una construcción realizada cada año a partir de unos grandes globos colocados en fila india. La nieve y el hielo posterior lo moldean, deshinchan los globos y ahí está la recepción y las habitaciones sucesivas, que dan a un pasillo común. Solo tienen una cortina y en vez de cama hay saco de dormir. El desayuno y la cena son en un edificio anexo de madera y el baño está también ‘fuera’. La primera intención pese a las incomodidades es reservar aquí una noche. Pero 530 euros por dormir mal quizá sea demasiado.