(Once días en Escocia y 11)
Queda un último día en Escocia. El viaje ha cundido. El avión despega por la tarde desde Edimburgo y tú despiertas a las afueras de Dundee, donde exhiben orgullosos el famoso barco del explorador Robert Falcon Scott (unos meses atrás, en abril has visto el de Amundsen en Oslo). Dundee tiene 147.000 habitantes y dista unos cien kilómetros costeros de la capital escocesa. Habrá aún tela que cortar. La primera, St. Andrews, la preciosa ciudad universitaria famosa por ser la cuna del golf, tener una singular catedral en ruinas frente al mar y haber acogido a un tiempo al príncipe Guillermo, fíu de Lady Di, y Kate Middleton, que tomaron su primer café en la calle central, frente al complejo universitario.
En St. Andrews juegan al golf desde el siglo XV. En 1457, Jacobo II decidió prohibirlo al interferir en las prácticas de tiro con arco de sus tropas. El 26 de noviembre de 2017, dos gijoneses aparcan frente al edificio principal e inician el día dándose un relajante paseo entre los campos de golf, que se
extienden unos seis o siete kilómetros hasta perimetrar con el mar. Hay gente jugando y, curiosamente, algunos perros (que podrían destrozar un césped que parece una inmensa moqueta salpicada de trozos de hielo). Old Course prolonga la ciudad hacia el Norte. Luego, por la calle central, se
llega al otro extremo de esta pequeña y acogedora city, donde despuntan las ruinas de una catedral en mitad de un cementerio. Tras el segundo paseo del día, queda enredar un poco en el señorial complejo universitario, el más antiguo de Escocia, y asomarse al Northpoint Cafe, where Kate met Wills,
como reza a modo de reclamo en su ventanal. 16.900 habitantes, hermosas playas, campos de golf y universitarios. Este es el cóctel de St. Andrews, una pequeña ciudad de casas bajas que enamora a la primera vista.
De St. Andrews hacia Edimburgo salen dos carreteras. Una recta interior, directa al aeropuerto, y otra serpenteante, costera, de pueblo en pueblo. Tomas la segunda para comer temprano en un pueblín. Le echas el ojo a Crail, pintoresco, alabado en la guía y con un atractivo adicional: la Lobster Store. Esto es algo así como un bar sin mesas donde te ponen una langosta recién hervida en un cucurucho de papel y, en verano, se acomodas luego en cualquier rincón frente al pequeño puerto pesquero para comértela. Tu objetivo es el centollo (cangrejo relleno dice la guía), que también figura entre sus especialidades. Probar el centollo escocés el último día no parece mala cosa.
Has viajado a Escocia con una ‘leyenda urbana’ rondándote: dos gijoneses mochileros, muchos años atrás, recorrieron el país de cabo a rabo y en algún remoto pueblo costero, entraron a un bar y se encontraron ¡de tapa! centollos esperando a los clientes en la barra. Éstos pedían su consumición e iban arrancando patas al bicho, les daban un pequeño tiento y las tiraban despectivos. Los mochileros, algo colgados parece ser, pidieron permiso al del bar para comerse todos los carros y las cuevas, que los autóctonos despreciaban. Intuyes que la historia o es demasiado vieja o está hinchada o ciertamente ocurrió pero en un lugar acaso al norte/norte de Escocia, donde las Highlands se acaban casi chocando contra Noruega. En el Lobster Store, evidentemente, prevés pagar. Pero no te quieres ir sin catar el centollo y ver si se diferencia del asturiano en tamaño, aspecto o sabor. Un poco más arriba, en Noruega, ‘trabajan’ el king crab, totalmente diferente. Y te queda la duda de Escocia. Te irás con ella. Crail es un pueblo muy guapín, pero el Lobster Store está cerrado. Buscas acomodo a unos pasos, en un singular restaurante/tienda de techo bajo con una coqueta terraza. En su breve carta figura el centollo, pero cuando lo pides te dicen que “no es temporada”. ¿En noviembre? Un poco raro, pero ya no hay solución. Comes muy bien, dos ricas sopas y dos platos de peixes ahumados con ensalada. Y pones rumbo a Edimburgo, en esta gélida y soleada mañana.
Hay tiempo para una última parada. Descubres una curiosidad en la guía y para allí vas: Dunferline. En este pueblo grande hay una abadía junto a los restos de un palacio con una grandísima curiosidad. Recordemos que el primer rey de Escocia fue Robert Bruce. Pues bien en este complejo que comenzó su andadura como monasterio benedictino en el siglo XII fue enterado Roberto I en 1329. Y lo más curioso es que se le recuerda en la cúpula de la iglesia con las palabras del primer rey de Escocia esculpidas en piedra en sus cuatro caras: KING ROBERT KING BRUCE. Nunca habías visto algo así. Unos metros calle arriba te asomas a las bulliciosas calles de Dunferline, donde descubres seguidos hasta tres pubs con sabor añejo. Muy interesantes, pero no es hora. Saludas al rey y media hora después estás aparcando en el aeropuerto. Como siempre, mientras rebobinas, estos once días parecen una apacible eternidad. Intensos, vividos, curiosos. En un país lleno de naturaleza, cuajado de palacios y castillos, donde los hombres usan faldas y tocan la gaita; el país de la cerveza y el güisqui; de los campos de golf, los rebaños de ovejas y toda la gama de ocres que uno se pueda imaginar. Adiós, Escocia. ¡Hasta pronto!