El cilúrnigo ha saltado al prau del vecín a recoger boñigas cuando ocurre algo inusual. Está agachado, absorto en su tarea, con un cubo y una pequeña pala sin percatarse de que Adolfo ha soltado las vacas. Éstas se han mostrado siempre esquivas. Sin embargo, hoy pasa algo extraño. Tres hermosos ejemplares, en especial una res blanca, se dirigen a paso inusualmene rápido hacia el intruso, que se percata de repente de su aproximación con el rabillo del ojo. En un instante pasan al trote, levantando mucho el culo como si estuvieran en un ruedo americano y dirigiéndose directas a su objetivo. «¡Eh, tú, esas boñigas son nuestras!», podrían estar pensando. O «¡eh, tú, esti prau ye nuestru!». Una de dos. O las dos cosas a la vez. El caso es que trotan.
El cilúrnigo no tiene tiempo para explicarles que es amigo de Adolfo. Ni juzga oportuno salir corriendo. El hombre debe dominar al animal. Y más si se trata de una vaca. Así que decide en un instante jugárselo todo a una carta. Se incorpora, las mira decidido sin recular un paso y chista con decisión levantando un poco los brazos, como diciendo «pero bueno hombre qué hacéis». Surte efecto. Las vacas echan el freno confundidas, pero siguen encabritadas y rodean al ladrón de cucho dando embestidas al aire. Una y otra vez. Él, necio, quiere dejar claro que una vaca no puede atemorizar a un home y acaba de llenar el último cubo de boñigas en este improvisado ruedo en que se ha convertido la pomarada de Adolfo. Sigue la confusión entre parte del ganado y opta por marcharse. Pues verdaderamente el prau es de ellas. ¿Qué les pasará hoy a las vacas?
Con la mosca detrás de la oreja, el cilúrnigo abandona este territorio donde Gijón y Villaviciosa se dan la mano y aparca en la Ería del Piles. Del monte pasa al mar en un instante en este Gijón cuajado de accidentes orográficos, atmosféricos (y políticos). Del encharcado prao, donde se le hundían las botas de agua, pasa en diez minutos al espectáculo de la escalera 18 del Muro, donde una inagotable sucesión de olas gigantes invade la curva de ‘les chapones’ con estrépito. La gente toma fotos con los móviles fascinada, camina por charcos y hace caso omiso a las cintas de la Policía Local. Como si las olonas no fueran con ellos. Durante más de una hora, hasta que la pleamar pierde su fuerza, el cilúrnigo fotografía estas explosiones de espuma que, alumbradas por las farolas, otorgan un halo apocalíptico a las cuatro planchas de la maravillosa escultura viviente de Fernando Alba.
En esta tarde de miércoles, la tierra astur ha mostrado sus colmillos en el pomar y en la mar. Si hubiera tiempo aún para bajar a Mina La Camocha y subir al Picu’l Sol quedaría completo el tiovivo de emociones gratuitas que puede llegar a ofrecer Gijón. Vacuno, montañero, minero y marinero. A falta de más vivencias al límite, una cosa ha quedado clara:las boñigas pueden llegar a tener más peligro que las olas.
(Publicado en EL COMERCIO el viernes 5 de enero de 2018)