El día que Salvador Dalí rompió definitivamente co n su padre, acudió a una playa, Es Llané, se rapó el pelo al cero, lo enterró bajo la arena y pidió a Luis Buñuel que le fotografiase con un oricio sobre su cabeza. Ocurría esto el 6 de diciembre de 1929 cuando el pintor ampurdanés contaba 25 años y su genialidad iba pareja a continuos destellos de locura o, más bien, provocación. Pero lo del oricio no iba a ser una broma más. En la garauna o garota, como se conocen en tierras gerundenses, iba a encontrar Salvador Dalí Domènech (Figueras, 1904-1989) un icono gastronómico, filosófico-sexual y artístico incomparable que, trasvasado al universo gijonés, le habría convertido a día de hoy en estrella de campañas publicitarias y teólogo por antonomasia de nuestro bocado más singular e identitario.
En lo gastronómico, Dalí no bromeaba cuando comía oricios. Se pegaba unos atracones de miedo y lo hacía en un ámbito, a caballo entre Figueras y Cadaqués, donde nuestro idolatrado equinodermo también lo es en buen grado. Así, aquel diciembre de 1929, antes de la ruptura familiar, Buñuel había estado grabando un sencillo documental de cuatro minutos titulado ‘Comiendo erizos’ donde aparece el padre del pintor, Salvador Dalí i Cusí, acompañado de su segunda esposa, Catalina Domènech, hermana de la primera, Felipa (fallecida en 1921), simplemente dándose un atracón de oricios. Poco después de la grabación, el padre se enterará de que Dalí ha escrito sobre uno de sus lienzos ‘yo escupo sobre mi madre’, mera provocación del pintor con la que se arma la de san quintín y lleva al padre, abogado y notario, a decretar su «destierro irrevocable de la familia».Pero Dalí no solo come oricios. También son para uno de los grandes maestros del surrealismo un preciado símbolo que guarda, además, curiosas conexiones con el propio pintor; la principal, su ambigüedad sexual, y, en esta línea, su obsesión con los glúteos, muy en especial el culo femenino, los orificios de hombre y mujer; y la escatología en general, elevada en su pródigo verbo a la categoría de tratado. Un aspecto que, en modo alguno, veja la consideración del oricio sino todo lo contrario; ésta pasa a formar parte del ideario de Dalí, que se retrata con ellos, crudos o fosilizados, concentradísimo en el objetivo de las cámaras, como si tuviera en sus manos la piedra roseta, los incluye en sus cuadros en diversas formas, unas veces reposando en el fondo del mar, otras convertidos en ojos humanos; pinta oricios en las paredes de su casa y desarrolla todo una teoría filosófica sobre su belleza, hasta llegar al paroxismo, en su obra ’50 secretos básicos para pintar’, de 1951, donde la garouna o garota tiene un protagonismo especial.
Así, por ejemplo, en su ‘secreto 45’ Dalí dice: «El erizo de mar, una criatura cargada de gravedad real, en la cual se encuentran resueltos todos los esplendores y las virtudes mágicas de la geometría pentagonal, y que no necesita
ni corona, pues es mundo, cúpula y corona al mismo tiempo, en una palabra, el universo». Tras esta descripción, capaz de emocionar a cualquier oriciero de bien, Dalí recomienda conservar siempre al lado del caballete, a la hora de pintar, un esqueleto de oricio de mar «con el fin de que su poco peso sirva, mediante su sola presencia, para sus meditaciones, igual que un cráneo humano acompaña en todo momento las de los santos y anacoretas». Una reflexión que invita decididamente a replantar el ‘ser o no ser’ shakesperiano, sustituyendo la calavera por el equinodermo.
En línea similar, el ‘secreto 11’ invita a tomar el esqueleto de un erizo de mar y fijar una lente de cristal con un poco de cera contra la abertura pentagonal formada por lo que se conoce como ‘la lámpara de Aristóteles’; o sea, la boca del oriciu. El pintor insta luego a tomar una tela de araña, estirar sus hilos sobre la lente y trazar una estrella. Por el lado opuesto corta la cáscara y le ajusta un tubo con una lupa. El resultado, leonardino, como un mago espiando el universo a través de un erizo, figura en una de las fotos.
Cuesta creer, conociendo esta pasión daliniana por los oricios, que el pintor no pisara suelo gijonés en sus 84 años de vida. Estuvo a punto un par de veces entre 1972 y 1973. O cuando menos dijo que vendría. El 14 de noviembre de 1972, EL COMERCIO avanza: ‘Es posible que el genial pintor acuda a Gijón’ para inaugurar una exposición de 44 litografías suyas en la galería Marqués de Uranga. La cita es el 25 de noviembre. Curiosamente, la víspera, Dalí y Piñole se reúnen en París, circunstancia de la que se hace eco el decano en su portada, donde queda patente que ‘el pintor catalán vendrá a Gijón con ocasión del 95 cumpleaños de don Nicanor’. El 5 de enero sigue especulándose con la posibilidad de que Dalí se presente, pero al día siguiente, 6 de enero de 1973, Piñole es nombrado Hijo Predilecto de Gijón sin que el ampurdanés haya hecho acto de presencia.
Ocho años después, el 26 de junio de 1981, la Caja de Ahorros acogerá una muestra itinerante de litografías y cerámicas originales de Dalí que adquiere, casi en su totalidad, la Gallery Center de Nueva York por nueve millones de euros. Estas son las huellas que Salvador Dalí ha dejado en Gijón; junto a la exposición del cuadro que dedicó en su día a Severo Ochoa (1975), la representación de Els Joglars en el Teatro Jovellanos inspirada en el genial pintor ampurdanés (2000) o la pieza que exhibe el Casino de Asturias. Huellas, pero ninguna visita oficial. Ay si Piñole le hubiese hablado de los oricios.
(Publicado en EL COMERCIO el viernes 7 de septiembre de 2018)