Viaje Báltico 3
Hay lugares ‘prescindibles’. Sin embargo, hacen camino. No tiene sentido centrar un viaje en Tallín, capital de Estonia. Pero sí hacer una parada. Integrarlo en una ruta con otras estrellas del viaje, que en este caso serán Riga y San Petersburgo. Ya metidos en el Báltico la ruta final será Estocolmo-Riga-Tallín-Helsinki-San Petesburgo. Tallín es un sabroso pastel, con un casco histórico de cuento. Hermoso, dominable, pateable. Da para día y medio. Luego quizá sobre. Desde la distancia has reservado tres noches y esto abre la puerta a Helsinki, capital finesa a la que dedicarás un día completo, pues está a dos horas y cuarto en un descomunal ferry.
Tras alojarte en un confortable hotel a pie de mar, Hestia Europa, toca conquistar el casco histórico, a diez minutos a pie. La primera impresión es magnífica. Una postal amurrallada. El hambre aprieta y apuestas por uno de esos restaurantes a los que Lonely Planet coloca una estrella junto al nombre, garantía total. Sin embargo, el Rataskaevu 16 será la única decepción gastronómica en quince días. Paredes de piedra y ladrillo, vetegación, bonitas estanterías de madera, camareras alegres y guapas, y una carta originalísima y barata. ¿Qué falla entonces? Pues las cantidades, de chiste; y los tiempos. Entre plato y plato, que se toma en seis segundos, transcurren quince minutos. Un desastre total con un envoltorio de película enrollada de La 2. Pocas veces has visto tal contradicción entre la apariencia y el resultado real. Pero el sitio está lleno, 90% mujeres, y la gente parece feliz. Serán cosas de homes. La cena será en cambio un éxito, en un sótano abovedado a cuatro metros de la gran estrella de la Lonely. En Vanaema Juures hasta te tomas una botella de vino (prohibitiva en el Báltico) con entrantes estonios (ricos embutidos), estofado de reno y arenques para la esposa. Sales levitando (te apetece echar un corte de manga a Rataskaevu 16) y una vez en la calle descubres, a unos pasos, una inmensa cervecería con concierto en directo. Mucha gente está cenando aún, otra baila y el cilúrnigo investiga en la barra si existe un ‘bálsamo negro’ como el de Riga en versión estonia. ¡Existe! El chiquillo se llama vana tallinn; en vez de 2,50 vale 5 el chupito, por culpa de la vecindad finlandesa (viajan a Tallín para tajarse, pues en Helsinki una caña vale doce euros), pero un día es un día y vana tallinn lanza al cilúrnigo a la pista entre estonas y estones. Hace, digamos, un digno papel y acabado el concierto los gijoneses se van al sobre sin falta de pedir auxilio al lobo y el jabalí que llevan en camilla pa casa a quien se lo pida (vean si no la foto los incrédulos).
Al día siguiente, domingo 18, toca HELSINKI, en viaje de ida y vuelta. Hay un ferry a las seis de la mañana, pero estando de vacaciones no apetece tamaño madrugón. Mejor el de las doce para llegar a las 14.15 a la capital finlandesa y volver en el de las 21.40. Siete horas, suficiente para tomar una idea de Helsinki y poder completar las capitales de los tres espaguetis bálticos: Noruega, Suecia y Finlandia. Helsinki tiene poderío, un centro animado y aspecto singular. Pese a los cero grados de noviembre, no ha asomado la nieve. Hay ya decoración navideña y bastante ambiente por las calles. Resulta originalísima una iglesia construida entre las rocas bajo un parque, el temppelaukion kirkko, coronada por una gran plancha de plomo circular. Vas por la calle sin darte un pijo de importancia, como quien dice hoy Gijón/mañana Helsinki; y cuando te has agotado de andar y andar oteando calles, escaparates, edificios y monumentos, toca cenar en un italiano un rico y escaso rissotto. Es caro Helsinki. E interesante. En el último andar, camino del barco, se topas con dos letreros, uno castizo dando nombre a un restaurante mexicano (Los Cojones) y otro asturianista total en la cima de un edificio de empresas (Voimatalo). Ahí queda eso. Si en la ida el ferry iba pleno de conciertos, bingos y copazos, a la vuelta va en clave nocturna.
El tercer día de Tallín se presenta incierto. La primera apuesta es ir a la parte izquierda de la ciudad, a un gran parque, muy relajante, Kadriorg, donde te topas con el palacio real de otros tiempos construido por Pedro I El Grande (hoy museo) y el palacio presidencial de ahora, un modesto palacete apenas escoltado por un coche policial. A unos metros, encaramado sobre una colina, está el Kumu, un edificio ideado por un finlandés donde los estonios tienen su galería de arte de vanguardia. Es lunes y está cerrado (fallo), pero verlo por fuera merece la pena, pues tiene muchos ángulos diferentes y varias esculturas; entre ellas, haces un gran descubrimiento. Unos días atrás, José Alberto tomó al fin las riendas del Sporting y sin que hubiese disputado aún partido alguno, en Tallín está ya inmortalizado en piedra. Son visionarios estos estonios con la proyección de nuestro joven entrenador, que nos acabará llevando a la Europa Liga en un par de años. Véase si no la secuencia de ‘josealbertos’, en especial, el primero por la derecha. La buena premonición se cumplirá tres días después con el estreno triunfal en Granada.
Un gran paseo por la ciudad moderna termina en una crepería de la parte vieja muy recomendable, Absolut, y Tallín, verdaderamente, queda facturado. La tarde será plácida, hotelera. A las ocho de la mañana siguiente hay que coger el bus a San Petersburgo, palabras mayores, y mejor iniciar esta gran etapa final del viaje con energía. ¡Llegan los rusos! Submarinos, vodka, caviar, Lediakhov y Cherichev, Hermitage y gorros de ZZ Top. ¡Adiós Estonia! Resultó plácido, hostia pues.