Octubre, en el campo, es un mes zen. Refresca levemente y empieza a instalarse una apacible quietud. La huerta brinda sus últimos coletazos. Aún quedan calabacines, pimientos y tomates, aunque a estos últimos, los grandes reyes del cuadrilátero, les empieza a costar un montón colorearse. El cilúrnigo quitó ayer los últimos, unos cuarenta medianos y pequeños, para dejarlos enrojecer sobre papel de periódico (vale para todo EL COMERCIO) o reposando en el cesto de las nueces. Al final de la huerta se contrapone el auge de las manzanas, en plena eclosión. Van ya tres llagaradas de sidra dulce; rica, alegre y cantarina. Y quedan varios hasta que, entrado noviembre, se pase, con fe ciega en el triunfo, a la sidra casera, esa ambrosía astur que cada año se embotella, única en su especie, con matices diferentes, personales e intransferibles.
Ayer tocó limpiar el llagar. Quitar ganchos y maderos, tirar la magalla al huerto y pegar un manguerazo. Durante todo el proceso, una velutina no dejó de ir y venir, posándose en busca de pingarates. Cuando agarrabas un trapo, levantaba ágil el vuelo para volver al cabo de dos minutos con la energía de un helicóptero. Intuitiva ella. Así varias veces hasta que el lagarero optó por la convivencia pacífica. Ya le dijo Laria un día que las velutinas, si no se las molesta, no son agresivas y así entabló una amable conversación con la invasora; sobre esto y aquello y lo de más allá. Quieren asentarse en la región, confesó en petit comité, y tras varios cónclaves en sus avisperos han decidido estudiar llingua oficial. No el asturiano natural como las manzanas; ese que se habla por todos los rincones, sino ese artificio para el que calibran entre mil y dos mil puestinos a medio plazo. Que nadie se asuste cuando las vean preguntando desde la ventanilla «ay fía, ¿cómo quiés el picotazu en fala o al uso?». Cariacontecido, descreído de la estulticia de la cosa pública, el cilúrnigo se despide amablemente del torpedo volador y evade su mente por el prau. En apenas tres horas, da tiempo a muchas y hermosas tareas: es tiempo ya de arrancar la motosierra y recortar una laurela reseca, de respirar los aromas de un fuego con esas clásicas humaredas laterales que se lleva el viento, de pasar por una plancha metálica la cosecha de avellanas para tostarlas, de peinar el área de influencia del peral para separar lo podre de lo fresco, de pañar unas manzaninas gruesas para llevar a casa, de barrer las hojas caídas del platanero, de escuchar la orquesta diaria de las aves rapaces…
Son tantas las sensaciones campestres que cuando toca regresar a la civilización tal parece un acto contra natura. Y eso que cuando uno se asoma al Infanzón Gijón se despliega como una prolongación ‘natural’ de su entorno abrazando el Cantábrico. Pero, entre otras adversidades, ahí están los malos humos y las negras aguas. Al fondo de la estampa se divisan chimeneas. Y al lado derecho, ese Piles tan intrínsecamente gijonés por donde no navegan precisamente calabacines.
(Publicado en EL COMERCIO el jueves 3 de octubre de 2019)