2.
Spielberg dormitaba apostado entre las frondosidades de un árbol cuando la nutria emergió de las aguas del estanque con el cuello de un cisne partido por su poderosa mandíbula. Hasta cinco aves masacró en cuestión de minutos. Atacó en todos los casos partes vitales de sus víctimas, las dejó moribundas y fue de una a otra dejando la pitanza para el final. El espectáculo le resultó fascinante. En el parque Isabel la Católica no había un alma. Solo la nutria, las aterrorizadas aves exóticas y Spielberg. El clímax había sido total. Una matanza en toda regla al calor de la noche junto a un mítico campo de fútbol, El Molinón, donde cada dos semanas se apiñaban veintitantos mil espectadores, para después dejar el lugar en una serenidad nocturna que constituía el mejor envoltorio para presentar un drama en toda regla. Durante un mes, el oscarizado director de Cincinnati, Ohio, protegió sus 73 años con una gruesa manta casera y un gorro para ser testigo, día sí día también, de aquellos espectáculos secretos a los que, para su sorpresa, nadie ponía coto. Leía en la prensa local los lamentos de los ecologistas, las críticas políticas por aquella surrealista inacción y los recuentos de víctimas. Van 70. Van 110. Van 170. En su país, pensaba, tras una primera matanza, habrían apostado un guarda con una escopeta y dado caza a la nutria. Punto final. Aquí, sin embargo, especulaban con mil maneras de disuadir al bicho, de animarlo a irse con las
dentelladas a otra parte. Pero sin hacer nada de nada, dando siempre prioridad a la vida del ‘asesino’. Vista la impunidad reinante, empezó a trazar los grandes rasgos de su historia, grabó ataques secretamente y desplegó en torno al parque, en cuestión de dos meses, varios tráilers con todo el equipo de rodaje. Spielberg quería grabar en acción a la auténtica nutria, con los actores preparados para salir corriendo despavoridos y luego montar los pertinentes ‘trucajes’ de dentelladas, miembros amputados y sangre por todas partes, algo por otro lado muy tarantiniano. De hecho, cuando Quentin rememoraba estos episodios parecía hacérsele la boca agua. Sin embargo, vista la atonía reinante, Steven se confió y de la noche a la mañana se quedó sin nutria. Algo que el narrador, a juzgar por sus aspavientos, vino a considerar casi como un fallo de principiante.
Dos ecologistas aparecieron una madrugada, dejaron algo en la hierba, a unos metros del estanque y se apostaron. Cuando Steven se quiso dar cuenta, sonó un chasquido y ambos huían a la carrera con una jaula en cuyo interior bramaba la nutria, montaron en una furgoneta y pusieron pies en polvorosa. Mandó seguirlos y no tuvo la crónica de los hechos hasta la mañana siguiente. Se trataba de dos conocidos defensores de los derechos de los animales, llamados Luis y Alberto, y habían recorrido unos cien kilómetros con la voraz nutria capturada para soltarla aguas arriba de un conocido río asturiano. De nada sirvieron los intentos de convencerlos para devolver al animal a cambio de unos buenos dólares. Al contrario, cuando vieron las intenciones de aquellos yanquis, abrieron rápido la portilla y el bicho salió como un torpedo, bramando y amenazando a los miembros del equipo de rodaje para perderse rápidamente en las cristalinas aguas de aquel paraje montañoso. Sin nutria, las autoridades decidieron entonces, tarde y mal, electrificar los estanques, perimetrados por una valla metálica, y Spielberg, perdida la complicidad de los compases iniciales, empezó a dudar sobre su proyecto.
No tardaría, sin embargo, en darle un poderoso giro. Quentin espetó la frase mientras acercaba veloz el golpe de tekila a su prominente cazo, con el que tropezó. Parte del líquido saltó por el aire, pero él rectificó sobre la marcha y, dando un escorzo alrededor de la barbilla, introdujo el resto en el buche y lo apoyó de golpe en la barra. Manza le hizo la pregunta de rigor: ¿Póngote otru? Y él dirigió el índice a los tres vasos para reclamar otra ronda conjunta. Audrey y Marilyn rieron. La primera encendió un pitillo con boquilla; la segunda se estiró la corta falda blanca con las manos y ambas apostillaron al unísono:
-¿What happened then? ¿Qué hizo Steven? (Estaban impacientes)
-Entonces apareció el mayor aguarón que jamás se haya visto en la tierra, proclamó Quentin con palabras lentas, dichas muy pausadamente, abriendo y cerrando mucho la boca mientras arqueaba sus cejas y agarraba un nuevo golpe de tequila con sus manos.
En las caras de las bellísimas damiselas se dibujó un gesto de terror… Y Cílur pensó para sus adentros: mira que intentar seducir con aguarones nada más y nada menos que a Audrey Herpburn y Marilyn Monroe. Esto solo se le puede ocurrir al chiflao de Tarantino. O acaso quiera crear un clímax tal que ambas le claven las afiladas uñas en sus costados buscando protección. Ummm