Abanico Estelar I y II había reproducido el esquema del Jardín I y II en el mismo lugar. Sergio Ramos había derribado las instalaciones de Somió para levantarlas de nuevo recargadas de relucientes mármoles, abundante vegetación y juegos de luces por todas partes. En homenaje al Jardín, había rayo láser en tonos blancos, naranjas y amarillos; y numerosas bolas plateadas colgadas girando sobre sí mismas en lugares estratégicos. El resultado era lujoso, alegre y también, un tanto kitch. Pero cautivador, a la par que rebosante de glamour. Camareros con pajarita, gogós, bandejas de frutas tropicales en las mesas, aves exóticas revoloteando por la terraza y actuaciones sorpresa en los tres escenarios existentes, dos en el Jardín I y un tercero en el II, más calmado. Abanico Estelar III había abierto en Nuevo Roces, con similares lujos pero sin famoseo y con un precio de entrada asequible para captar al público joven de toda la región. La entrada al I y II costaba 150 euros y las copas 25, un mecanismo de cribado que permitía a las estrellas esquivar a las masas que pudieran acosarlas. Pese a estos precios, llenaba, pues su público no era solo gijonés ni asturiano. El turista de lujo de Madrid, Barcelona o del extranjero que llegaba a Gijón llevaba entre sus prioridades pillar un fiestón en Abanico; que también atraía a la élite del fútbol, en especial los jugadores veteranos retirados de la época de Sergio Ramos y de aquella España que ganó el Mundial de Sudáfrica y las dos Eurocopas.
El jueves se anunciaba la fiesta de máscaras. Prometía. La semana transcurría plácida. Audrey y Marilyn se habían convertido en dos más de la vida cotidiana gijonesa. Solían frecuentar tiendas en la calle Corrida y habían sido vistas ya tres veces en la Travesía del Convento en un singular comercio de interiorismo y diseño, We Make Home, donde no dejaban de comprar animales: un rinoceronte lámpara, un ratón, un mono, una mariquita… Cada día se llevaban un nuevo bicho al apartahotel y el dueño, un solterón de oro, Ruper Murias, amigo de Cílur, empezaba a intimar peligrosamente con ellas. Esto no había sido óbice, de momento, para que tomaran regularmente el vermú con los ‘Paradisos’, ya una rutina, y, también, que acudiesen a media tarde a actos culturales, como aquel protagonizado por Mingotes en el cual había cantado sus canciones favoritas, haciendo ingeniosos chistes, bajo un gran cartel donde se podía leer Mingo Star. Ellas rieron con gusto y al término de la velada se fueron a tomar con él un bloody mary al Dindurra.
A Quentin lo habían pillado finalmente Pandi y Poma en la Campa Torres vestido con una vieja túnica de lana con capucha recogida por un grueso cinturón, del que le colgaba una espada. Fue la noche del martes, el mismo día de la grabación en Estaño. Al parecer, llevaba horas recorriendo aquella verde pradera alzada sobre un acantilado que le evocaba una escena de ‘Los
inmortales’. Las huellas de los cilúrnigos le fascinaban, al igual que la irrupción de los romanos y la convivencia posterior; todo ello como antesala de la invasión musulmana y la irrupción de Pelayo en el siglo VIII. Quentin iba atando cabos sobra la magna historia astur y no dejaba de sorprenderse. Parecía tener una cita y así era. Al filo de las diez, otro hombre apareció enfundado en idéntico vestuario y sin mediar palabra ambos desenvainaron y se liaron a espadazos durante dos horas. Los filos de sus fierros toledanos brillaban en la noche mientras emitían esos agudos crujimientos propios del continuo impacto de uno contra otro. Bramaron ambos en sus esfuerzos y agotadas sus energías cayó cada uno hacia un lado de la gran pradera, extendiendo los brazos con la exhausta mirada perdida en el cielo gijonés… y empezaron a reír a carcajadas. Agotados y felices después del descomunal esfuerzo con el que se habían sentido como dos niños. Fue entonces cuando Poma, a gran distancia, pudo distinguir a Russell Patata Crowe como el contrincante de Quentin. Su alianza pelaya, forjada en las montañas de Covadonga, parecía haberse prolongado.
Del ‘Bounty’, entretanto, nada se supo en los dos días siguientes. Se había perdido en el horizonte cada mañana, acaso para rodar imágenes en alta mar. Sin embargo, esa noche, en Abanico Estelar, Cílur albergaba la esperanza de tener allí a todos sus protagonistas, Tarita incluida. Si acudía, y Brad Pitt no la monopolizaba, proyectaba hacer una aproximación así como quien no quiere la cosa para tantear el terreno. El tema de la noche en Abanico solía ser secreto hasta que la discoteca abría sus puertas y los asistentes contemplaban entonces la decoración y recibían sus caretas al franquear la puerta. Aquella fiesta en concreto se rumoreaba que era cosa de Guti, quien no solo era amigo íntimo de Sergio Ramos sino acaso también socio, pues cada vez se dejaba ver más por Gijón formando ambos una pareja sideral con sus modelos plateados, sus largas melenas rubias y sus botines. Unos looks que recordaban a Abba en una versión siglo XXI recargada de pedrería que los hacía inconfundibles, a la par que luminosos, pues de noche parecían irradiar luz.
Cuando tocaba ir a Abanico, a Cílur le gustaba rememorar viejos tiempos y así intentaba quedar con la pandilla de aquellos años adolescentes del Jardín. Con Murias, el de la tienda de animalillos, y con Sando y Lifus. Todos con sus
viejas Vespas Primavera, con las que harían una tourné por Somió antes de ir a la discoteca. Antaño iban de merendero en merendero. El Pilu, El Rancho, la Fontaine, Casa Suncia… Ahora iban a uno para empezar la tarde y luego a cenar a un sitio más formal. Septiembre seguía cálido y se sentaron en una terraza junto a Villamanín, en Casa Alvarín, donde tomaron una gran tortilla, ensalada, calamares y dos raciones de callos, bien regados con sidra. Organizaban una cena cada dos o tres meses y esto daba siempre pie a rememorar el pasado, siempre con Chang en el recuerdo. Les gustaba despellejarse sin piedad los unos a los otros. El objetivo primordial era la risa y esta no faltaba nunca. Cuatro carajillos les dejaron el cuerpo templado para la sesión disco. Arrancaron las motos, enfilaron la caleya del Bar Somió e hicieron una penúltima parada para tomar un chupito de coñac. Cuatro Torres 10, como señores, antes de la escala final. La fiesta prometía. Al entrar al Bar Somió sintieron un exceso de luz que casi les deslumbra. Eran Ramos y Guti, apoyados en mitad de la barra, con sendos modelos que parecían concebidos para cantar ‘Mamma mía’ en cualquier instante. Los cuatro amigos miraron de reojo y rieron mientras se acercaban a la barra.
-Hombre, Sergio, ¿qué nos tienes preparado hoy?, saludó Cílur.
-Vais a flipar. Habrá ‘Magullu’ del bueno, respondió sonriente.
-¿Va a haber un desembarco?
-Igual, igual; vas bien orientado, fischa.
-Bueno, no nos lo perderemos.
Los amigos hicieron un aparte. Cílur interrogó a Murias sobre las visitas de Marilyn y Audrey a la tienda y éste se mostró enigmático, haciéndose el interesante. No soltaba prenda, como era habitual en él.
-Son dos clientas más. ¿Qué quieres que te diga?
-¿Sacaste pectoral?
-Yo siempre soy un caballero.
-¿Qué bichinos compran?
-De todo menos a ti.
-¿Ya quedasteis?
-Secreto profesional.
-Con este cabrón no hay manera, terció Lifus.
-Pues no cantes victoria porque andan de vermús con los de Paradiso y con Mingotes. Hay competencia.
-Pero yo soy un mocín al lado de esos.
-Ya será menos… O sea, ¿que sí?
-Hasta que no me paguéis diez cervezas no suelto prenda.
-Sea.
-Bueno, doce. (risas)