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Adrián Ausín

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Cilurnigutatis Boulevard 16 (La fiesta)

16. La fiesta

Si había un rodaje en Gijón, Sergio Ramos procuraba convertirlo en el epicentro de sus fiestas. De modo que ‘Rebelión a bordo’ iba a ser la gran protagonista del fiestón de aquel jueves, con una maqueta a escala del ‘Bounti’ anclada en mitad de la terraza de Abanico Estelar, palmeras, cocoteros, trozos de playa rematando la base de las paredes y pantallas donde se reproducían, sin sonido, para no aturullar, las películas uno y dos, tanto en la terraza como en la sala. En unos casos, estabas viendo a Clark Gable y Charles Laughton en plena guerra psicológica. En otros, a Marlon Brando y Trevor Howard. En carne y hueso, se esperaba a Brad Pitt y Russell Patata Crowe. Ver veríamos. El despliegue era total. Entre los invitados figuraba ciertamente el equipo al completo de rodaje. Ramos y Guti tenían un buen poder de convocatoria y era de esperar que no faltase el famoseo. Al entrar, los asistentes debían elegir una máscara con la temática ‘Bounti’ como hilo conductor. Uno podía ser Polanski, Brad Pitt, Russell Patata Crowe, ¡Tarita! Pero también Quentin Tarantino, Marilyn Monroe, Audrey Herpburn o Steven Spielberg. Los dueños de Abanico querían que las estrellas hollywoodienses (había que ir cambiando el término por cilurnigatitenses) se sintieran cómodas y por tanto la proliferación de caretas con sus rostros, extraordinariamente logradas, les permitía nadar cómodamente en una pecera llena de pececillos similares. Para no complicar demasiado las cosas, cada sexo debía elegir caretas de su palo. El efecto era maravilloso. Uno podía mirar de un vistazo la terraza y contemplar ante sí de un plumazo cien marilyns, cien audreys, ¡cien taritas! Había cinco de hombre y tres de mujer.

Cílur y Lifus habían entrado recordando aquel día en que llegaron al Jardín juntos en la moto de Lifus. Tenían tal pedal que al aparcar delante de la puerta ninguno de los dos recordó apoyar un pie en el suelo y la moto cayó de lado como un árbol recién talado, con sonrojante bochorno para ambos, pues les vio todo el mundo tirados con la moto encima. Cílur dudó. Al final, cogió la careta de Brad Pitt, para ganar papeletas. Lifus sería esa noche Polanski, Sando optó por ser Crowe y Murias se quedó con Quentin.
-Ya verás, cuando nos queramos dar cuenta vamos a estar hablando con un desconocido.
-Mejor entonces dirigirse al mujerío. Así no fallas; terció Sando.

 

El ambiente era arrollador. Música animada, risas, cócteles, camareros y camareras en patinetes con suculentas bandejas y, enseguida, la primera actuación en el escenario de la terraza. Un grupo de nativos tocaban instrumentos retumbantes, como si estuvieran en Isla Reunión recibiendo a la tripulación del ‘Bounti’. A Ramos y Guti les gustaban mucho las mezclas exóticas y así, entre tambores y gongs irrumpió María José Santiago, reina de la tonada astur, vestida (o desvestida más bien) de nativa y entonó unas melodías afro-rurales que daban voz a los instrumentos polinesios. El efecto era maravilloso. Quentin Murias se lo había callado, pero el escenario y otros rincones de la sala estaban cuajados de adornos de We Make Home.
-Mira al Murias, qué zorraplas.
-Contigo hay que esconder las cartas, acotó.
-O sea que va también Guti a la tienda.
-Y más que tú no sabes.
-Va a haber que ponerte un espía.
-Métele una cámara al rinoceronte, terció Sando.
-No es mala idea.

Los tambores y la voz de María José Santiago creaban un clímax total. Un ritmo que empujaba a saltar a bailar y así fue. Dos rápidos mojitos pusieron al grupo en danza, se adueñaron de un rincón de la pista de baile y los cuatro amigos empezaron a moverse como si estuvieran liberados sobre las arenas polinesias. Movimientos de manos, estilo ‘Pulp Fiction’, incursiones tribales, gestos todos espontáneos que se adueñaron rápidamente de toda la terraza, que vibró al unísono como si todos y cada uno conformaran la tripulación del ‘Bounty’ redireccionada hacia un musical estilo ‘Mamma Mía’. Ninguno de los cuatro tenía ni puñetera idea de bailar, eran más de barra. Pero las caretas y el alcohol les habían dado alas. Era la gran terapia de las fiestas de máscaras, que provocaban normalmente una desinhibición generalizada. El cóctel era siempre un éxito. A los lados de la pista había cuatro vasos de sidra gigantes de cinco metros de alto con un grifo de autoservicio. En uno había mojito, en otro margarita, en otro daikiri y el cuarto era un combinado secreto. A sus pies, unos cuencos ofertaban el hielo. En las mesas, cestas de frutas tropicales enteras rodeadas de vasijas con las mismas troceadas; platos con salazones, microhamburguesas, croquetas de jamón ibérico y de molleja… Aquello era el paraíso. El disfrute era total, aunque Cílur, mientras reía y bailaba, oteaba con el rabillo del ojo a ver si identificaba a la Tarita gijonesa de alguna manera. Misión imposible, de momento. Sí le pareció ver en un altillo, tranquilos, a seis Spielberg jugando tranquilamente a las cartas, entre los cuales creyó identificar al auténtico Steven Spielberg y a Prese, su infiltrado. La noche era larga y era mejor dejar correr el tiempo, pues era costumbre que el famoseo tardara en asomar. Solían empezar en un reservado, en altura, y cuando el ambiente se distendía por completo era cuando podían dar el paso de ir a los lugares comunes.

La segunda sorpresa musical de la noche llegó desde el cielo. Agarrado a una liana, bramando como tarzán, desfiló de repente sobre las cabezas de la gente el nuevo invitado: Rodrigo Cuevas. El agitador folclórico, con liguero y a pecho descubierto, dio un giro a las danzas tribales con un repertorio de Queen, aprovechando su parecido con Freddie Mercury, versión chaparreta todo sea dicho, se desgarró con tres temas de AC/DC y remató la faena con unos exóticos ritmos árabes sacados de la chistera que convirtieron la pista en una zambra. No era noche para contar la historia del Toro Barroso. Y lo sabía. Lo siguiente fue una provocación en toda regla. Treinta ‘taritas’ haciendo el baile frontolateral que cautivó a Marlon Brando en Isla Reunión. No eran indudablemente ella, pero guardaban entre todas una armonía; melenas largas morenas, sonrientes, sincronizadas. Volvieron los tambores, volvieron los ritmos polinesios y la pista se alineó ante el escenario en filas organizadas como por arte de magia emulando los bailes de las indígenas. Para entonces Lifus tenía la careta torcida para un lado, Murias daba muestras de agotamiento y Sando se había venido arriba totalmente. Ciprus estaba fuera de sí. La cogorza amenazaba con una exaltación de la amistad en toda regla o con dejarlo fuera de combate en cualquier momento. Tocaba reponer fuerzas, comer unos frutos secos y rebajar el alcohol. Había visto tantas Taritas a su alrededor que la cosa parecía irse de las manos.

Entonces ocurrió. Se giró y la vio con dos amigas. A los protagonistas se les permitía no llevar careta. Ellos decidían. Lo señalaban y se reían. Lo cual le dio pie para acercarse.
-Un placer saludar a la gran estrella de la noche.
-Ya será menos. Las estrellas hoy están en la pista. ¡Vaya estilín!
-Aprecio ironía en vuestras palabras, distinguida Tarita, máxime viniendo de una bailarina profesional.
-Bueno… Entusiasmo no te falta (risas).
-¿Acaso os atreveríais a enseñarme unos pasos? Me sentiría muy honrado.
-¡Vamos!

Dicho y hecho, Tarita y las dos amigas avanzaron a pista junto a Cílur en el preciso instante en que se representaba en el escenario, por sexta vez, la gran escena de ‘Rebelión a bordo’ cuando aquella hermosa indígena deslumbró a Marlon Brando en la película y en la vida real, pues se convertiría en su esposa. Desatado por los efluvios del alcohol, Cílur se situó frente a su dama y la siguió como pudo, pues lo suyo pasó a ser una danza celestial, con giros de cadera a un lado y a otro, brazos en alto, sonrisa perfecta, sensualidad y belleza en estado puro mientras aquel mazapilón gijonés desatascaba sus huesos de forma tan poco armoniosa como entusiasta. Los mojitos empujaron todo lo que pudieron y mientras bailaban él justificó su careta de Brad Pitt para “estar a la altura” de tan distinguida damisela, aprovechando la ocasión para preguntar por el auténtico.
-Polanski los tiene atados en corto. Yo aproveché hace un rato para escapar a ver a las amigas. Pero los tiene en un reservado. No quiere descontrol.
-¿Y qué tal en las distancias cortas?
-Pues muy guapo, está claro, pero no se relaciona.
-¿No es majo?
-Es educado, pero yo todavía no rodé, o sea que estoy pendiente de ver cómo sale. ¡Y nerviosa! Porque esto no es lo mío. Yo aquí no pinto nada.
-Pues yo diría que Polanski ha dado en el clavo. ¡Vas a superar a Tarita! Y luego a ver quién te para.
-Te recuerdo que soy historiadora del arte. Aquí me siento como un florero.
-Bueno, cuando míster Pitt se fije en ti no te volvemos a ver. Acuérdate lo que le pasó a Marlon Brando.
-No caerá esa breva.
-Cuando acabe el rodaje me lo dices (risas) (falsas).
-Vale.
-¿Darás una exclusiva a ‘Magullu’?
-Imposible. Tengo un contrato leonino.
-Bueno, por lo menos nos dejarás sacarte algún primer plano de restallu. Lo tenemos fácil (piropo).
-Muchas gracias.
-¿Y Polanski se enrolla?
-Es serio, metódico, piquiñuco… Yo los he visto a todos tres veces porque el rodaje que me afecta aún no empezó. Poco te puedo decir.

Cílur aprovechó un cambio del sentido del baile para coger las manos a su Tarita y hacer el giro juntos, un tacto que le supo a gloria. Soltarlas le pareció un crimen pero había que guardar las formas. Dudaba si avanzar más en la conversación. Ganas no le faltaban, pero el instinto le decía que debía esperar a que pasara el rodaje. Atacar ahora podía ser precipitado con el rubiquín de Hollywood aún en el horizonte. Había que esperar acontecimientos, aguardar a que se serenasen las aguas. Mostrar interés, pero no quemar las naves tan pronto. Era momento de sembrar. No dejaba de venirle a la cabeza esa frase de la serie ‘Isabel’ de los consejeros de los reyes cuando alguno se encabritaba y otro le decía “¡teneos!”. A él le tocaba ahora ‘tenerse’, por difícil que fuera. Los amigos de ambos habían entablado conversación, lo cual le había dado bastante cuartelillo.
-Por cierto, estoy encantado con la novia de ‘Super Ratón’, ¡vaya fichaje!
-Ya te lo dije. Es una crack.
-Lo es. Piquiñuca pero matona.
-(Risas).
-Ya solo nos falta fichar una historiadora del arte para ‘Magullu’.
-No me parece que encaje bien, lo mío son los museos.
-Bueno, en este momento, no estás precisamente en un museo, ni trabajando en uno…
-Ya. Todo se andará.
-No te pregunté por Russell Patata Crowe…
-(Risas)… ¿Patata?
-Bueno, está un poco añoclau, ¿no?
-(Más risas) Parece majo. Y no me tires de la lengua que no te puedo contar nada, aunque tampoco es que sepa mucho, la verdad.
-No te preocupes. A esta hora no estoy trabajando (afirmó arrimándose a su oreja, que rozó fugazmente con los labios, nuevo placer sensorial).
-Ya, ya. Tú no descansas.
-Observa (apostilló Cílur haciendo unos grotescos giros tropicales con sus manos). ¿Llamas a esto no descansar?

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Gijón y otras hierbas

Sobre el autor

Adrián Ausín (Gijón, 1967) es periodista. Trabaja en el diario EL COMERCIO desde 1995. Antes, se inició en la profesión en Bilbao, Sevilla y Granada. En 2019 escribió para el Ateneo Jovellanos el catálogo 'Gijón Escultural'. Luego publicó la novela por entregas 'Cilurnigutatis Boulevard' en Amazon (2021). De la comedia pasó a la tragedia, sin anestesia, en la distopía 'El buen salvaje' (2022), donde denuncia los peligros para el hombre del abuso de las nuevas tecnologías. 'García' (2023) se pasa al costumbrismo con todos los ingredientes de la novela clásica, ambientada en el Gijón de 1979.


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