Nuestro primer protagonista tiene 5 años. Nació en Gijón y ahora vive en Vitoria. En la ciudad alavesa, cuando tocó el momento de planificar su primer año en preescolar, sus padres cruzaron la calle y entraron al colegio público de enfrente para inscribirlo. Sin embargo, enseguida vieron que las cosas no pintaban fáciles. La directora les sometió a un tercer grado que incluyó esta pregunta: ¿Habláis euskera en casa? Evidentemente, no. Y el neno no fue admitido. Tras dar muchas vueltas, debieron inscribirlo en otro barrio, donde las clases se componen de dos tercios de extranjeros y un tercio de ‘españoles’. Si hay un vasco es que los padres andaban muy despistados. O sea, lo que tradicionalmente se denomina un gueto. El centro está a un cuarto de hora de casa, trecho que los padres deben recorrer, por segundo año, cuatro veces al día, dos por la mañana y dos por la tarde. Y, para más inri, pese a tener a su hijo mayor escolarizado en dicho gueto para forasteros a estos inocentes paisanitos de cinco años los profesores les hablan en euskera, esa lengua que no practicarán, normalmente, nunca en sus vidas (salvo que vayan a ser médicos en la sanidad vasca y operen en euskera). A pesar de los pesares, los padres, unos benditos, no tienen quejas de Vitoria, donde se encuentran muy a gusto. El niño, ver veremos.
Si miramos al otro lado del mapa, en Galicia las cosas no son muy diferentes. Un matrimonio gijonés asentado en Cádiz pidió un buen día el traslado a Coruña para estar más cerca de casa. Sin embargo, enseguida se torcieron las cosas. Ellos, funcionarios, congeniaron mal en el trabajo, donde en general se hablaba gallego. Y sus dos hijos, entonces de ocho y cinco años, tenían problemas en el colegio, donde les daban varias asignaturas en gallego. La experiencia estaba resultando adversa y en cuanto pudieron regresaron de nuevo a Cádiz. Allí empezaron los niños un nuevo curso. Cuando llevaban unas semanas le preguntan sus padres al pequeño: ¿Qué tal en el cole? Su respuesta la tienen enmarcada: «Ahora tengo el pensamiento más tranquilo».
Nos queda un tercer niño que en su momento aprobó Lengua, pero suspendió Valenciano. Otro asturianín desplazado. En el peregrinaje laboral de su padre la siguiente escala era precisamente el País Vasco. Pero antes tenía por delante las vacaciones entre Asturias y León. Pidió árnica a la profesora y ésta le dijo que se llevara ese verano adonde fuera «un profesor de valenciano». No hace falta llegar
hasta Cataluña, donde al Reino de Aragón le llaman en clase Reino Catalano-Argonés, para comprobar las variopintas, estúpidas e incluso xenófobas consecuencias de la descentralización de las competencias educativas en España, algo que jamás debió haber ocurrido. Y que pagan abrasivamente nuestros gijoneses y asturianos dispersos por esas autonomías mal llamadas históricas, como si las demás fueran un folio en blanco.
Ahora, en esta tierra nuestra que ha tenido siempre a gala la naturalidad y el acogimiento postulamos la fala artificial para levantar nuevas barreras, esas que al niño gijonés de Cádiz no le permitieron «tener el pensamiento tranquilo» en Galicia. Y a eso, seguramente, lo llamaremos progreso.
Publicado en EL COMERCIO el 30 de octubre de 2019