Aquel domingo Cílur soñó intensamente. Las puyas entre amigos; bien con Chang y Ziprus; bien con Lifus, Sando y Rúper; le habían transportado a otro templo de la puya, esta vez en versión leonesa, y también de la molleja. En El Madrugo, en Boca de Huérgano, un pueblo situado a apenas dos horas de Gijón, Cílur se daba periódicamente homenajes gastronómicos que tenían siempre el mismo contenido. Solo variaba el número de platos según cuántos se reunieran. Ensalada, mollejas plancha y filetes (o chuletón) con patatas. Detrás de la barra de aquel bar estaba Francisco, a quien habían rebautizado con toda justicia como ‘El mollejo’, pues resultaba inevitable asociar el entrañable personaje a sus deliciosas mollejas plancha. Si la gastronomía era de órdago en aquel bar sencillo con apenas cinco mesas, las tertulias entre los autóctonos constituían un suculento aperitivo. Entraba un parroquiano y el vuelo de cuchillos dialécticos era inmediato:
-¿Qué se te perdió aquí?
-Molestar un rato.
-Pues pa molestar ya tienes tu casa.
-Pero me gusta joderte a ti. ¡Pon un tinto!
-Ya veré lo que pongo.
-(Puñetazo en la barra) ¡Un tinto he dicho!
-Anda que vienes fuerte hoy… (echa el tinto).
-¿Y la tapa qué?
-No tengas tanta prisa.
Aquello eran como los duelos del Oeste pero en versión leonesa, con la aspereza propia del carácter de la comunidad vecina y la dosis adicional de la alta montaña, pues Boca rebasaba con holgura los 1.100 de altitud. El valle era maravilloso, rodeado de buen monte y de dos ríos, estropeado en parte por la construcción de un pantano que derribó siete pueblos, el principal, Riaño, aquel pueblo donde Cílur había pasado todos los veranos de la infancia y la adolescencia. Ahora le quedaban Boca, el mollejo y el entorno. Aquella noche, Cílur soñó insistentemente con El Madrugo, aquel hombre menudo, vestido como habituaba con su mandil y sus madreñas, con su calva disimulada por unos pelos alargados de lado a lado y aquel particular bigote que le adornaba. Francisco era soltero, metido en años y abría el bar los 365 días del año. A lo sumo echaba el candado un par de días al año, en épocas frías, para hacer una escapada a León capital y darse un pequeño festín. Así Cílur se presentaba a veces con amigos un lunes de invierno y allí comían o cenaban o merendaban fuese la hora que fuese mientras tertuliaban con su Mollejo, que tomaba parte en todos los debates desde la barra.
En su sueño había tenido lugar una singular novedad. Francisco, hombre austero donde los hubiera, llegado a la vejez y enriquecido hasta las trancas por toda una vida de trabajo haciendo mollejas plancha, sirviendo vinos y cacharros y gastando muy poco, decidió un buen día tirar la casa por la ventana. Así, había dejado su casa-bar, donde llevaba viviendo toda la vida, para instalarse en el histórico torreón medieval de Boca situado justo frente a la misma, al otro lado de la carretera. Lo compró al pueblo por una buena cantidad, reconstruyó su interior, instaló una bandera en la zona almenada con el escudo de los Del Hoyo, su apellido, y le acompañó unas mollejas a modo de guiño publicitario. Mudó también el vestir. Dejó las madreñas y el delantal y encargó trajes de época rematados con medias blancas y zapatos con hebilla que gustaba poner para las grandes ocasiones. Contrató servicio (algo que jamás había tenido) y se aficionó a rematar las jornadas laborales, al anochecer, en su terraza almenada, donde entonaba armoniosos cánticos de la tierra acompañado de su uquelele. Entonces, como por arte de magia, aquel cielo estrellado del valle de Riaño, comenzaba a descargar estrellas fugaces como si de un placentero llanto se tratase. Cílur, en sus ensoñaciones, llegó a convertir la lluvia de estrellas en una lluvia de mollejas que cubrían el valle entero como si del milagro de los panes y los peces se tratara. La gente salía de sus casas y las cogía suspendidas en el aire para llevárselas a la boca en un ritual gastronómico que se repetía una vez al año. La fecha pasó a señalarse como San Mollejo y las campanas de todas las iglesias del valle de la Reina repiqueteaban aquella noche en una constante danza que confería a la ocasión la sacralidad apropiada.
Al día siguiente de la lluvia de mollejas nadie hablaba de ello. La población volvía a sus rutinas como quien se sabe poseedor de un secreto que ha de darle gran placer en su interior, pero que no está presto para ser transformado en verbo, como si el hecho de hacer tal cosa fuera a deshacer el encanto. Era siempre, no obstante, un día de júbilo en el cual la gente se mostraba biempensante y generosa en el trato con los demás, se trabajaba con gusto y había a sus horas opíparas pitanzas, así como mucho arte amatorio en las alcobas una vez vencida la luz del día.
Cílur se abrazó con especial gusto a la almohada mientras se recreaba en los encantos del Mollejo, de su pequeño bar con el escudo de madera del Real Madrid y aquella pequeña estructura metálica de cassetes que se resistía a retirar, pese a que ya no existían ni en las gasolineras más recónditas. Con la torre medieval reparada y su nueva vida aburguesada, solo le faltaba imaginarlo abandonando un día el pueblo en globo a correrse una buena aventura que diera sentido a tantos años de sacrificio detrás de la barra. Cual Barón de Munchausen, lo visualizaba abandonando en globo Boca de Huérgano, despidiéndose del vecindario al completo, que le saludaba desde la antojana de sus casas extendiendo sus blancos pañuelos mientras él tomaba un rumbo incierto en busca de conocer otros mundos. ¿Y las mollejas? La marcha onírica de Francisco sobresaltó a Cílur, que se despertó sudoroso presa del desasosiego. “Francisco, no te conviene ese viaje”, acertó a decir. “Dónde vas a estar mejor que en la barra del Madrugo con tu clientela de toda la vida”, apostilló.
Si quiere novedades, masculló, igual podemos llevarle a alguna estrella de relumbrón…