La nostalgia se desborda, como un torrente, al primer vistazo. Esta imagen, publicada en Facebook hace unos meses en Riaño Vivo, al parecer obra de Miguel Tostón, abre la ventana a aquel paraíso donde quedaron sumergidos los recuerdos de nuestra infancia y adolescencia, de aquellos largos veranos de dos meses, o tres, atenazados exclusivamente por un inquietante drama: el final. Cuando, después de Quintanilla, caía un trueno y rompía a llover un par de días era como si un rayo te partiese el calendario. Las vacaciones entraban en su recta final. Era el declive, la cuesta abajo, la inminente vuelta a la ciudad, al colegio, a la rutina. Mientras que allí, en Riaño, en aquel Puerto, uno se sentía en la gloria bendita.
La primera sensación del río era matinal, cuando te despertabas en aquella habitación de cuatro camas con cuatro jóvenes durmientes, a unos metros de la plaza del pueblo. Sonaba una campanada y te invadía la duda. ¿Las once y media? ¿Las doce y media? ¿La una? Antes, desde luego, no. Un desayuno pantagruélico con aquellas sabrosas tortas de pan untadas con mantequilla mojadas en café marcaba la antesala del camino al río. La madre dejaba una mochila para que los hijos tardones llevaran la comida más fresca. La ruta parece hoy como si la grabaras con una cámara en movimiento. La plaza, la calle lateral hacia la carretera principal, el giro a la izquierda, dejando aquel minúsculo quiosco enfrente. Luego antes del Moderno, tras rebasar el Nevada, el giro a la derecha, hacia aquella calle un poco cuesta abajo que discurría paralela a otro negocio, el Pajín, a un lado, y una casona elegante al otro, donde decían que había ascensor. Entonces todo se estrechaba en un tramo rebosante de boñigas. Aquello era un delicioso estercolero donde era casi imposible no manchar las alpargatas o las sandalias o las cangrejeras; lo que llevases. Te abrías luego a la Plaza de los Pueblos, un lugar recalentado, normalmente despoblado, tristón, más propio del páramo. Pero enseguida, tras un pequeño puente que sorteaba un riachuelo, te abrías a Resejo, ese campo abierto, con vallas metálicas de feria de ganado, lindante ya con el río. A la derecha, una chopera. A la izquierda, unas casas. Al fondo, un pequeño chalé. Hacia allá ibas, al final sorteabas un regato saltando entre las piedras y te asomabas ya a aquella zona pedregosa de matorral donde se aposentaban las madres con sus hamacas. Ahí descargabas la mercancía, saludabas y pasabas enseguida a la explanada del Puerto.
Aquel gran bloque de hormigón a dos alturas, una más ancha y otra más alta y estrecha, reunía un ambiente total, especialmente joven y alegre. La primera gran sensación era colocar la toalla en el extremo superior, ceñido al río, que se aprecia nítidamente en la fotografía, para contemplar, con la cabeza asomada, toda la fauna acuática: truchas, zapateros, culebras… Algunas debían de tener su casa en las cuevas formadas en la parte inferior de la estructura de hormigón. Ahí calentabas el cuerpo antes de bañarte. En tiempos más jóvenes, quizá con doce o trece años, también te lanzaste en bicicleta al agua cogiendo carrerilla por la explanada, algo que, claro está, no gustaba a las madres. El baño tenía lugar en el segundo tramo de la explanada. Ahí donde se dividía en dos: una parte curva rebasada por el agua, una piscina intermedia donde cubría poco y otro tramo de explanada cortada por dos pasos para el agua, por los cuales se formaba una cascada al caer al pozo inferior. Alegría total. Juerga. Unos arriba. Otros en medio. Otros abajo.
La perspectiva de la imagen permite enmarcarlo todo. El río que llega al Puerto para dividirse en dos y abrazarse después. La isleta intermedia, territorio inhóspito, acaso un buen escondite para echar una meada o quién sabe qué. El camino final que llegaba del camping de San Miguel hasta la fuente. El puente mencionado que llega a Resejo. El montículo rocoso al fondo sobre el que se situaba la emblemática cueva del oso. El camino bajo él que llevaba al campamento, donde hubo en tiempos lejanos ejércitos de tiendas de campaña blancas, para desde allí encaminarse al Yordas. Las choperas por todas partes; la del medio, más o menos, ocultando la discoteca El Roble.
Resulta inevitable pensar que si se vaciara el pantano, aniquiladas las casas por obra de la piqueta, el Puerto ahí seguiría, en su sitio, carcomido seguramente por la corrosión del agua, envuelto por el fango, desnaturalizado. Pero la imaginación no puede evitar pensar en una sextaferia en la cual fuera cepillado, lavado y reforzado con una reluciente capa de hormigón que incluso mejorase el estado anterior a 1987, el año de la barbarie. Entonces, todos los que nos bañamos alguna vez en el Puerto, todos los que estamos, volveríamos un día con la bolsa de la comida y nos daríamos un baño de nostalgia en las cascadas.
Ni el pelo sería ya negro, ni alguno tendrá siquiera pelo, ni los cuerpos serán lozanos, ni las barrigas planas. Pero allí estaríamos, riendo y llorando todos juntos, con bromas, carreras, saltos, masajes bajo la cascada, filetes empanados, patatas en ensalada y fruta, maquinando la ronda nocturna por los bares hasta llegar a la discoteca, planificando la enésima subida al Yordas para la que, al final, jamás se madrugaba…
La foto de Miguel Tostón nos lleva a ponernos las gafas de bucear para dar brazadas por el reloj del tiempo. Sin duda, nos revolverá por dentro. Pero si lo pensamos mejor, ¿y lo bien que lo pasamos? ¿gozarían otras personas de veranos así? Quedémonos con nuestro privilegio, con nuestro rincón, con nuestros mejores recuerdos. No queda otra. ¡Por Riaño! Y, qué coño, ¡Por nosotros!
PD.-Las otras dos imágenes invernales, tomadas por servidor en 1985/86, dan también una idea completa del lugar, pero con mucha más agua que en verano, los árboles pelados y sin gente, lo cual se da un aire algo tristón, de abandono, que todos sabemos que no casa nada con lo allí vivido.
COMENTARIO EN FACEBOOK DE MIGUEL ANGEL EL OLIVO, NUESTRO GRAN BLUESMAN
(tal es su interés y detalle que bien podría ser esto la crónica principal y esta el comentario, lo vuelco aquí para que no se ‘pierda’)
Enorme la Anatomía del Puerto de Adrián. Tanto que nos estimula a los demás y hace que sus recuerdos sean los nuestros y nos vengan a la memoria vivencias similares. Estas son algunas de las mías: Querido Adrián, he leído tu texto sobre El Puerto y sus aledaños, físicos y morales. Fantástico.
Me ha encantado el recuerdo de aquel lugar tan privilegiado donde fuimos 100% felices y a cuyos remanentes y cercanías seguimos acudiendo cada año para rescatar parte de aquella felicidad que nos daba Riaño y esos dos meses y medio de vacación y dicha, desde la más tierna infancia hasta la juventud.
Comparto muchas (en realidad todas) de las sensaciones y descripciones que recoges en tu parte anatómico con precisión de cirujano.
Esa larga duración del verano, las tormentas y lluvias de final de agosto, los charcos que se formaban en el suelo combinando y diluyendo muchas veces las boñigas con el líquido elemento que adquiría una tonalidad oscurometálicairisada, el olor de la tierra mojada (a ozono, decíamos), el anuncio de que ya se acababan las vacaciones y había que volver a la ciudad donde nos iríamos quitando poco a poco el asilvestramiento que según nuestros padres habíamos adquirido e iríamos contando los meses que nos quedaban para volver.
Me vienen a la cabeza infinidad de vivencias grabadas a punta de dicha y felicidad en mi mente y cuyo relato se haría muy largo aquí pero que siempre he querido escribir en un pequeño relato. Tal vez algún día lo haga, cuando disponga de más tiempo.
Por ejemplo, las excursiones en bicicleta hasta algunos de los pueblos cercanos en cuyos ríos nos bañábamos y merendábamos un delicioso bocadillo, por ejemplo, a Pedrosa, en el pozo junto a la Iglesia que hoy está en Riaño, a Huelde, en el pozo que comenta Gabriel, a Burón, cuyas aguas eran bastante más frías o las excursiones a un abandonado parador en cuya enorme terraza chicos y chicas organizábamos meriendas de mejillones, calamares y sardinas en lata, con botellas de refresco compradas en la tienda de Julina, en la plaza. Avanzados los años, cambiaríamos la tarde, el parador y los refrescos por la noche, el campamento, u otro lugar de acampada, y una suculenta sangría o queimada animada por una gran hoguera, cánticos, guitarras y cuentos, antes de terminar en la discoteca El Roble, previo paso, muchas veces, por Camila para echar unas partidas de futbolín y unas sidrinas. Aunque, en realidad, cuando íbamos a Casa Camila, era en los días en los que no hacíamos fuego de acampada sino cuando, después de cenar en casa, salíamos por la noche a tomar algo por los bares del pueblo (el Nevada, el Moderno, el Sainz, el Central, Ulpiano, el Iris ya no funcionaba, creo, y alguno me dejaré), encontrarnos con los amigos y, después, tras caminar por las calles oscuras y hacer una parada en el Puente Nuevo para echar un cigarro, escuchar el rumor del río, tener una charla profunda o hurtar un beso, acudir jubilosos a lo del futbolín y la sidra. Y, luego, cuando cerraban, ya sí, ir al Roble. A su primera versión y a la segunda, ampliada con un suelo de colores y luces, me parece recordar, a lo Fiebre del Sábado Noche.
Hay más historias, como los grandes momentos que hemos pasado en la plaza de la iglesia, sentados y charlando en sus bancos o en las fachadas de la tienda de Aurea o del Ayuntamiento, o jugando a fútbol o al pañuelo, campo quemado o algún otro juego, entrando en los futbolines (eran de los buenos, con jugadores de metal y dos pies, y el césped de un material algo elástico que permitía hacer virguerías) y jugando grandes partidas unos contra otros o, simplemente, dando vueltas con las bicis (eso da para más anécdotas) pero ahora no tengo tiempo para más.
Solo añadiré, de forma atropellada y rápida, que en tu parte anatómico he echado de menos un par de cosillas que mis hermanos y yo hacíamos mucho: jugar en los cargaderos del río, un poco más abajo de El Puerto (donde, en otras ocasiones, ya avanzada la tarde, recogíamos una planta que llamábamos tomillo y que masticábamos para quitarnos el olor de nuestros primeros cigarrillos, Celtas eran, comprados en la tienda de Filomena). ¡Qué telares!
También, el recorrido que hacíamos numerosas veces por el río unas veces cruzándolo de lado a lado, por las grandes piedras pasaderas que se vislumbran en la foto o directamente sin hacer uso de ese rústico puente, con el agua hasta la cintura. Esas piedras varadas en medio del río eran, por cierto, el hogar de grandes truchas a las que intentábamos capturar, sin ningún éxito, metiendo las manos por los veros de la parte inferior de la roca.
Al cruzar al otro lado, se abría un enorme campo de experimentación: el Campo San Miguel, con las tiendas de campaña del camping, con los interminables partidos de fútbol con balón Curtis rojo o naranja (conseguir balón de reglamento ya era más difícil), con la subida a la Fuente de la Corván (no se si es con v o con b), con la estructura milagrosa de la plaza de toros de madera que para nosotros era Fort Laramie, un puesto avanzado de defensa contra los comanches, sioux o apaches, con los canales de riego donde hacíamos carreras de barquitos con palos que echábamos a la corriente, con el cueto al que subíamos y escalábamos y con el valle de Vallarqué y Oncevera que, tras dar la vuelta al recodo hacia la izquierda, se nos abrían majestuosos, surcados por pequeños arroyos en los que había infinidad de ranas grandes, verdes y con rayas, que a veces capturábamos, aunque lo que más nos gustaba era verlas tomando un poco el sol en la orilla y saltar cuando nos acercábamos a ellas, o con la ascensión a la loma y al triángulo rocoso, sobrevolado por los aguiluchos (algo de esto queda todavía hoy en el camino a Las Biescas).
Unas veces cruzábamos el río, decía; otras lo recorríamos longitudinalmente desde El Puerto hasta el Puente Nuevo o nos desviábamos hasta el riachuelo que corría paralelo a su derecha en el que había unos peces muy grandes y raros que decíamos que eran lucios.
Son muchas las cosas que me vienen a la cabeza, podría enlazar unas con otras, pero el tiempo se me acaba por hoy.