En en vagón del Alvia hay unas veinte personas. De ellas, 17 parten de Gijón a Madrid con la mirada fija en su teléfono móvil; dos, en un pequeño ordenador portátil y una, leyendo una novela. Nadie aparta la vista de su pantalla. El paisaje no parece tener interés alguno. Mientras el cilúrnigo disfruta como un niño con ‘Tarada’, la primera novela de Carolina Sarmiento, sus compañeros de asiento hasta Alicante, en concreto, tendrán el siguiente comportamiento: una mujer de Gijón a León se concentra en su móvil. Otra de León a Madrid se concentra en su móvil. Un ejecutivo hortera de Madrid a Albacete redobla la apuesta: dos móviles simultáneos sobre la bandeja y llamadas (maleducadas dada la escasa distancia y totalmente prescindibles) continuas. Lo ves caminar por el andén albaceteño satisfecho, haciendo por supuesto una llamada más, mientras en el vagón se hace un delicioso silencio hasta Alicante que te permite concentrarte en la siguiente novela.El móvil se ha adherido a nuestro cerebro como una garrapata que engorda día a día. Ya le hacemos, dicen, doscientas y pico consultas al día. Y la bola sigue engordando. Nos falta poco para cronometrar la meada en el WC con su dispositivo ad hoc. En cosa de diez años, calibran los expertos, tendremos literalmente en las tiendas ingenios que sustituyan al formato actual para conectar literalmente internet y el cerebro. Primero, con aspecto de audífono, diadema, tatuaje… Luego, en un segundo momento, como un microchip que llevaremos en la piel. O dentro de ella.
Esto no es ciencia-ficción. Lo cuentan Elon Musk, que está en ello, Bill Gates, o neurocientíficos e ingenieros como Rafael Yuste y Darío Gil en su reciente visita a la Casa Blanca. Estos últimos avanzan aspectos espeluznantes que ellos consideran «progreso». El microchip leerá nuestros pensamientos, completará nuestras frases, hará cada vez más funciones hasta convertir al hombre de hoy (que ya muta) en otra cosa distinta llamada hombre-máquina. Seremos «híbridos». Y todos tan contentos.«Yo eso ni de coña», avanzamos algunos. No nos demos tanta importancia. Nadie nos preguntará. Primero se apuntarán entusiastas los más jóvenes y la mancha de aceite crecerá hasta llenarlo todo. No lo percibimos aún, pero está ahí. A la vuelta de la esquina. Y si no lo queremos ver, miremos el vagón del tren. O vayamos a ese restaurante de Oviedo donde desde hace meses sirve las mesas un robot. En cinco años habrá robots en todos los restaurantes. ¿No lo creen? Créanme. No soy Miguel Bosé. Solo un cilúrnigo que quiere preservar la especie.
Publicado en EL COMERCIO el jueves 26 de mayo de 2022