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Adrián Ausín

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Siglufjördur, del arenque al crimen

QUINCE DÍAS EN ISLANDIA (6)

 

Siglufjördur es un pequeño pueblo pesquero del norte de Islandia que, históricamente, quedaba cada invierno aislado por la nieve al colapsarse el viejo túnel que lo conectaba con el mundo. En este rincón, antaño bullicioso por la pesca del arenque, ocurren de repente dos hechos singulares. Un viejo escritor muere accidentalmente en el teatro local y una joven aparece inconsciente sobre la nieve. Todo un tsunami en un lugar donde nunca pasa nada, más allá de las tormentas de hielo, adonde acaba de llegar un estudiante de Teología reconvertido como policía en prácticas y que acaba de dejar a su novia en Reikiavik con un mosqueo del quince.

Este es el argumento de ‘La sombra del miedo’, entretenida novela (pese al anodino título) del afamado escritor islandés Ragnar Jonasson, quien no ha dudado en ambientar sus obras en el pueblo originario de su familia. Leída la novela dos años atrás, era patente la curiosidad por conocer Siglufjördur, máxime cuando la Lonely Planet sitúa este remoto lugar en Tröllaskagi, una zona escarpada recortada por los fiordos que marca como uno de sus trece grandes recomendados del país. Decides, claro está, pasar por ahí. Pero, equivocadamente, no dormir, acaso por miedo a recibir una puñalada trapera en plena noche. La novela te hace concebir Siglu como un lugar telúrico donde se acumulan montañas y montañas de nieve, el clásico pueblo de casas dispersas donde el asesino de la motosierra podría ponerse las botas sin que los alaridos de las víctimas pudieran escucharse en kilómetros a la redonda.

El día ha amanecido en una cabaña de madera y prevé concluir en Akureyri, la segunda ciudad de Islandia, puerta de entrada al norte del país. En los telediarios vistos la noche anterior en dicha cabaña, situada en una pradera encaramada sobre un pequeño pueblo, no han dejado de repetir la noticia del crimen del exprimer ministro japonés Shinzo Abe, creando el caldo de cultivo idóneo para poner rumbo a Siglufjördur. Empieza el séptimo día islandés. Aún no has tenido ocasión de probar aguas termales, pero el camino de Tröllaskagi te permitirá resarcirte. En realidad hay una línea recta interior hacia Akureyri. Tröllaskagi supone desviarte perimetrando el mar, con sus fiordos, por la costa, trazando un largo zigzag que dobla el tiempo del viaje. Pero vaya si merece la pena. Una vez más, ¡la carretera! ¡y sus paisajes! Al cabo de dos horas aparece Hofsós, unas bonitas casas dispersas sobre un gran acantilado, desde donde se domina un gran fiordo. En Hofsós, según la guía, hay una piscina geotermal. No una charca acondicionada, sino un piscinón olímpico descubierto alimentado por aguas calientes naturales encaramado sobre el hermosísimo entorno. Allá nos vamos. Es la una de la tarde.

El día está despejado, pero el termómetro del coche solo marca 11 grados. Una estructura de hormigón horizontal cubierta por la hierba marca la puerta de entrada a la piscina, perfectamente visible desde fuera por sus laterales. Hay ocho personas. Cuesta ocho euros. Todo perfecto. Insisten en que te duches desnudo en los baños y que te pongas luego el bañador para ir todo lo limpio que se pueda. El motivo es obvio: preservar la limpieza en unas piscinas que apenas tienen cloro. La grande está a 32 grados; otra pequeñita, a 38. Al entrar los ocho inquilinos están apretados en la pequeñita. Así que los gijoneses tienen para sí toda una piscina olímpica. Al aire, claro está, en bañador, pela el frío. Al entrar se está en la gloria. El agua suelta algún leve vapor. Es gozadoso nadar. Pero lo es más apoyarse en el quicio del vaso y contemplar la inmensidad que te rodea. El mar. Los montes. Las casas diseminadas del pueblín. Todo un Valhala. ¡Al fin! En mitad de la nada. Sin gente. Y a precio chollo.

La gloria de la piscina de Hofsós dura dos horas, hasta que la piel se te ha arrugado como una uva pasa. Durante un rato largo has estado en la piscina pequeña rodeado de humanidad metida en carnes. Los islandeses son bigardos. Las islandesas experimentan una transformación muy yanqui. Adolescentes o veinteañeras tienen caras angelicales, pálidas, rubias y con ojos claros y cuerpos delgados. Luego, pasados varios inviernos junto al chocolate, parece que aumentan dos o tres tallas como por arte de magia. Las piscinas geotermales son para ellos lo que para nosotros quedar en un café y así suelen irse a ellas por ejemplo tres veces por semana, muy en especial en invierno cuando el calor del agua es un atractivo ingrediente. Durante un rato, en la piscina, hay ocho cuerpos blancos como la leche, incluidos los alemanes, y dos morenitos, los made in Gijón. El contraste es grande. Luego empieza a llegar gente y la cosa se populariza. Cuando dejas la piscina a las 3.30 hay españoles, hay turistas y hay islandeses. La experiencia ha sido religiosa, mágica, muy relajante. Da pena marchar. De modo que improvisas un picnic a un lado de la piscina rematado con un helado con corteaza de chocolate que sabe a gloria.

Da pena marchar de Hofsós, pero queda jornada. Poco después la carretera desparece a ratos, relevada por una  atractiva pista de tierra encaramada sobre acantilados. El paisaje es muy verde, salpicado de ovejas. La mar lo relame plácidamente gélida. Paras enseguida para caminar hasta una playa que corta majestuosa la boca de entrada a un fiordo. Sigues. Finalmente, en torno a las seis de la tarde, entras a Siglufjördur. ¿Tenebroso? Todo lo contrario. Siglufjördur irradia luz. Es un pueblo luminoso, amplio, alegre. Una iglesia preside un promontorio lleno de casas. Pero ahí no hay plaza. No olvidemos que los pueblos islandeses, como los yanquis, no tienen ‘cogollo’. Bajo ese promontorio, donde buscas equivocadamente un café, se abre una zona abierta de casas de colores hasta tocar con el mar. Al final, divisas vida al final de una calle. Las cuatro últimas casas alternan azulón, amarillo, granate y verde. Son chillonas. Optimistas. A su vuelta te toparás con el típico rincón del que no te querrás ir nunca. Un bar restaurante a cada lado con sendas terrazas pobladas con mesas y sillas de madera gruesa, mirando en ambos casos a un puerto deportivo lleno de barcos. Por si fuera poco, de repente, hace sol. Y, además, están poniendo música de los años 50. Está prácticamente lleno. De islandeses y de viajeros. Unos toman cervezas. Algunos dan cuenta de una pizza. Tú pides Coca-Cola para darle al cuerpo una inyección de azúcar después de la geotermia y de las emociones que te dejan aplatanado. Sentados en el maravilloso Kaffi Raudka, así se llama el chiringuito, los gijoneses se sorprenden a sí mismos. Están en un nuevo Valhala. Miran a su alrededor y no dan crédito. Los colores de las casas. Los barcos. Un grupo de casas un poco más allá graciosamente construidas sobre el mar. El pueblo en sí mismo a las faldas de una montaña. El fiordo definiendo a Siglufjördur. ¿Estamos en un lugar criminal? Lo criminal, lo absolutamente criminal de Siglufjördur, es su belleza, su alegría, su emplazamiento.

Se deprimió al parecer, décadas atrás, en los sesenta, cuando de golpe y porrazo se extinguió la pesca del arenque, quedando sometido a su aislamiento. Luego llegaron unos túneles en condiciones, los que lo conectan con Akureyri. Y ahora, ¿dónde está el asesino? ¿quién quiere delinquir en Siglufjördur? ¿procede arrancar la motosierra para perseguir víctimas? Nada de eso cuadra con lo que estás viendo. Además de la novela de Jonnason, a Siglu se le colgó otro sambenito, pues protagoniza también una sórdida serie islandesa llamada ‘Trapped’, que no has visto. El ambiente en el Kaffi lo contradice todo. Estarás en su terraza hasta que deje de darle el sol pasadas las siete y media de la tarde. En la más absoluta gloria. Cuando dejes Siglufjördur al adentrarte en su túnel salvador lo harás con cierta rabia. Qué pena no haber reservado aquí una noche al menos. Pero lo has disfrutado bien. Debes estar atento al túnel, pues tiene un único carril y es de doble sentido. ¿Cómo se come eso? Pues cada 300 metros tiene un apartadero y si dos coches se acercan uno contra el otro habrá uno que se echará a un lado. ¿Cuál? Pues el que lo tenga a bien. La cosa funciona, tan escaso es el tráfico, de momento, pues en cada apartadero hay tres plazas. ¿Y si vienen cuatro a la vez por cada lado? No se debió de dar el caso aún. El retrovisor deja atrás Siglu. Sales de un túnel, atisbas unos segundo un valle de ensueño y entras a otro túnel. Después de ambos te invade una duda. ¿Habrá sido todo un sueño?

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Gijón y otras hierbas

Sobre el autor

Adrián Ausín (Gijón, 1967) es periodista. Trabaja en el diario EL COMERCIO desde 1995. Antes, se inició en la profesión en Bilbao, Sevilla y Granada. En 2019 escribió para el Ateneo Jovellanos el catálogo 'Gijón Escultural'. Luego publicó la novela por entregas 'Cilurnigutatis Boulevard' en Amazon (2021). De la comedia pasó a la tragedia, sin anestesia, en la distopía 'El buen salvaje' (2022), donde denuncia los peligros para el hombre del abuso de las nuevas tecnologías. 'García' (2023) se pasa al costumbrismo con todos los ingredientes de la novela clásica, ambientada en el Gijón de 1979.


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