QUINCE DÍAS EN ISLANDIA (11)
Lo primero que divisaste desde el cielo, cuando el avión comenzaba a descender doce días atrás, fue el Vatnajökull, el mayor glaciar de Islandia con sus 13.900 kilómetros cuadrados, un trozo más que Asturias. Desde el cielo, recordemos, veías una gran masa helada que va evacuando su hielo por las lenguas que se cuelan hacia afuera entre las montañas. Cuando ahora lo contemplas desde la carretera costera esto supone ver una poderosa cordillera montañosa elevada a pie de mar por la que van deslizándose dichas lenguas. Todo un espectáculo. Al cabo de una hora de conducción con la boca abierta, llega el gran punto de encuentro de todo el mundo: la laguna de Jökulsarlon. Sobre sus aguas se van desprendiendo los icebergs que suelta el Vatnajökull, quedando en ellas entre un día y cinco años, según los caprichos de las corrientes. Se estancan en la laguna o se mueven por ella y finalmente enfilan el Jökull, el río más corto de Islandia, para salir al mar, donde se forma otro espectáculo, pues en la desembocadura, a ambos lados, yacen sobre la arena negra de la playa grandes piedras de hielo aguardando un nuevo empujón que las lleve mar adentro.
Hay por tanto tres espectáculos unidos: la laguna, el corto tramo de río, que pasa bajo el puente de la carretera, y la desembocadura. De la laguna al mar hay quince minutos caminando. Pero la observación puede llevarte dos o tres horas o lo que quieras estar disfrutando un fenómeno totalmente exótico para un español. Lo ves pausado, relajado, con los ojos como platos. Por si el espectáculo de los icebergs no fuera suficiente, que lo es, hay algunas focas nadando entre ellos. Basta estar un poco atento para distinguir sus cabezas, sus avances por el agua y las zambullidas para desaparecer en un punto y aparecer de nuevo en otro distante. La temperatura en Jökulsarlon es manifiestamente baja. Hay que abrigarse bien para disfrutar sin pasar frío.
Cuando llegas, están la policía y una ambulancia. Una viajera ha debido de romperse una pierna. Sus gritos son importantes cuando la mueven. No se aprecia peligro alguno en torno a la laguna. Parece más bien una caída tonta en una zona pedregosa. Luego llegan y marchan dos helicópteros. No sabes si se la llevan a ella o son turistas con pasta desplazándose. Una opción es entrar a la laguna en barco anfibio o en kayak. No parece necesario para disfrutar de los icebergs. Los tienes frente a ti. Es una gozada seguir el rastro de los que se mueven, ver cómo entran en la corriente del río, cómo impactan con otros, partiéndose a veces en dos, de modo que uno sigue ruta hacia el mar y el otro se integra en el bloque estanco. El espectáculo es continuo; cambiante. Es como si el hielo cobrase vida en esta laguna.
Hay mucha gente, pero hay mucho espacio. Grabas vídeos de las focas. Haces fotos de todos los colores. En la desembocadura algún francés hortera ha escrito ‘mercy’ sobre una gran piedra de hielo. Sobra completamente. Caminar entre los bloques de la orilla es una singular experiencia. Uno te recuerda a un dinosaurio. Otro pasa por el agua con forma de aleta de tiburón. Grabas la secuencia acompañando la música de ‘Tiburón’ cuando se producen los ataques. Tan-tan-tan-tan-tan…. Queda muy efectivo. En España hay en este día una ola de calor terrible. Algunos amigos madrileños te contarán cuando ven las fotos y los vídeos que las piedras de hielo ejercen sobre ellos un efecto refrescante mientras sus termómetros rondan los 40 grados. Tú estás a la misma hora a cero. Cosas de las latitudes.
Encaramado a un promontorio para divisar bien la laguna contemplas a tu espalda el barco anfibio avanzando por una pista mientras un helicóptero toma tierra. El Jökulsarlon es hipnótico. Sobre todo, cuando se desprende un trozo de hielo de un iceberg. La caída contra el agua emite un sonido único al que sigue el avance de la pieza por el gélido río. En una señal te advierte en inglés que si te metes al agua morirás en cuestión de unos pocos minutos. No es el fiordo en el que te bañaste la víspera, que podía estar a diez grados. Esto son palabras mayores. Con pena, parece un delito marchar, al cabo de un par de horas pones rumbo a la siguiente parada de la carretera costera que va paralela al glaciar. Primero te desvías a otro lago, menos masificado, que tiene un relajado restaurante donde tomas una lasaña y una ensalada.
Luego llegas enseguida al otro gran punto de observación: Skaftafell. Está muy masificado, tiene aparcamientos de pago y su oferta, comparativamente con Jökulsarlon, decepciona. Hay dos sendas principales. Una te lleva a una lengua de glaciar con su laguna, Skaftafellsjökull. Pero es mucho menor que Jökul y como acabas de verla pues su efecto es mucho menor, además de no tener icebergs. La otra, en sentido contrario, te lleva a una bonita cascada, Svartifoss, por una senda muy guapina. Cada excursión lleva una hora entre la ida y la vuelta. En la primera el viento es helador; en la segunda hace calor; un clásico lío islandés que complica bastante, en el mismo día, el asunto del vestir. Tendría sentido la parada de Skaftafell si fuera antes, para ir de menos a más. Pero a la inversa lo pierde un poco. De todas formas, lo que ves no es menor. Es ya una cuestión de refalfio.
La escala final es un complejo de cabañas perdido en un precioso valle muy verde donde tienes reservada una noche, la penúltima. Se llama Hunkabakkar y está en un desvío tierra adentro a la altura de, agárrate que hay curva, Kirkjubaejarklaustur. En la guía sugieren dividir esta palabra en tres, pues es la suma de tres términos: kirkju (iglesia), baejar (granja) y kalustur (convento). No entiendes muy bien cómo casan estas palabras juntas. Quizá sea para ir a un concurso de la tele. El caso es que tomas posesión de tu cabaña y, cansado como llegas, reservas cena en el edificio que está a la entrada. El comedor está todo acristalado y esta noche probarás el cordero, plato estrella del país. Lo hacen en filetes a la brasa y lo acompañan de patatas cocidas y ensalada. Rico, pero no tanto como nuestro cordero al horno. Cuando viajas te das cuenta de que como en España no se come en ningún sitio del mundo. En la mesa de al lado se sentarán los franceses que nos persiguen desde hace cinco días. Están muy contentos. Se nota el subidón de haber visto los icebergs. Y en este país de cuento pasas en un rato de estar rodeado de hielo a estar en una ondulante pradera que bien podría ser Asturias o de Montana. Pero con los irrepetibles tonos islandeses.