QUINCE DÍAS EN ISLANDIA (12)
Si Islandia, además de glaciares y volcanes, es tierra de cascadas eso implica, por artículo primero, ser tierra de ríos. No se vio hasta la fecha una cascada en mitad de la nada, sino más bien dando lustre a los preciosísimos, caudalosos y cristalinos ríos de Islandia, donde, aunque los haya, no consigues ver un solo pez. El penúltimo día islandés lo protagonizan los ríos.
Te levantas en las cabañas de Huvkabakkar en mitad de un paraje verde ondulante en la mitad de la franja sur del país. El primer destino está a apenas tres kilómetros valle adentro. Se trata del precioso cañón de un río que puedes ir divisando desde la altura a través de unos miradores. Apenas tiene mil metros de largo pero es de postal. Su nombre, Fjadrarglufur. El cañón tiene dos millones de años, una bagatela. Lo miras y lo remiras. Al final, tras desandarlo y recrearte en él desde un puente, buscas insistentemente truchas o cangrejos en sus critalinas aguas. Pero nada. Ni un triste pez. De vez en cuando ves pescadores de agua dulce desde la carretera, de modo que las congelaciones del invierno no acaban con todo. Algún ser vivo hay en los ríos, pero tal es el frío durante la mitad del año que no debe de haber mucha vida. Luego ves un sendero avanzando hacia la motaña con muy buena pinta. Cuando haces ademán de investigar un poco, te topas con un letrero de prohibido. Es propiedad privada. Hay muchas en Islandia en lugares donde no te la esperas: en la costa y en el interior.
Entre un río y otro te desvías a una playa de arena negra muy concurrida por salir en ‘Juego de Tronos’, serie que aún no has visto. Tiene unos enigmáticos farallones muy característicos que todo el mundo inmortaliza. Sigues ruta.
Tiras para el siguiente objetivo: Skogafoss, 62 metros de caída. Tienes ya el álbum de cascadas bastante repleto, pero esta está a pie de carretera y es famosa. Cuando en la serie ‘Vikingos’ Floky aterriza en Islandia, convirtiéndose en su primer habitante sale bajo esta cascada. Es diferente. No tiene el ancho de Gullfoss o Dettifoss. Pero a cambio tiene una caída mucho más pronunciada. Impone estar bajo ella. Pese al trajín de gente puedes adelantarte unos metros para quedar en solitario bajo su inmenso chorro de agua, rodeado de sus vapores constantes. Una sensación para recordar. A su su lado trepan unas escaleras metálicas laterales que te encaraman hasta la altura del punto de caída del agua. Allá vas.
Andas un poco despistado y cuando subes no recuerdas lo que habías leído en la guía. Por esa escalera, por ese camino, comienza una ruta de 24 kilómetros que te plantea hacer en tres días siguiendo el curso del río, de cascada en cascada, hay 24 solo en su primer tramo, por unos parajes de ensueño. Tu plan de viaje no incluye esos tres días montunos, ni tienes la infraestructura de tiendas, sacos, etc para hacerlo; ni es fácil luego volver por carretera al punto de partida para recuperar el coche. Pero esta ruta, llamada Fimmvörduháls, de Skógar a Pórsmök, tiene una pinta espectacular. No has cogido ni siquiera mochila. Ni agua ni comida. Pero te pones a andar pasada a la una de la tarde con el imán del curso ascendente del río. No importa la tos que ha aparecido tras bañarte un día en un fiordo y estar horas al día siguiente en un glaciar (las imprudencias…). Importa la magnitud de lo que ves. De modo que la pareja gijonesa tira para arriba sin pensarlo. Avanza y avanza hasta recorrer ocho pequeñas cataratas, a estas alturas de la película islandesa las cataratas no son el cebo, el cebo es el camino, el paisaje, el discurrir del río. Así durante más de una hora, unos cinco kilómetros que, claro está, habrá que desandar.
Fimmvörduháls parece un plan total. Pero en tu caso será parcial. Llega un momento en que el día, a esa altura, se está cerrando con nieblas que aconsejan la vuelta. Una pena no llegar a esa cima que se ve a apenas media hora más para contemplar el siguiente valle. Pero el tiempo aconseja prudencia, de modo que das la vuelta. En el sentido del río irás viéndolo bajar cobrando fuerza, de cascada en cascada, hasta llegar a la de Floky: Skogafoss. Hipnotizante. Al llegar de vuelta son las tres y media de la tarde y se impone una rápida sopa en una cafetería para entonar.
El último hotel reservado está en la carretera de circunvalación unos kilómetros adelante mirando hacia Reikiavik. Es una granja retirada bajo las faldas de la montaña. Tienen cabras, gallinas, ovejas… Y un largo edificio con 18 habitaciones. Como la gente suele llegar cansada a media tarde, en estos sitios suelen tener restaurante y al final lo llenan. Ahí cenarás un plato combinado con pollo de granja como principal ingrediente. Rico. Y caro de cojones.
Queda la última bala, el último día en el cual tienes bastante margen, pues el avión despega a las diez de la noche. Curiosamente, ese día está abierto. Lo preparaás en la habitación justo antes de dormir. Pero al día siguiente todo será diferente a como lo has planificado. Te dormirás con los ríos de Islandia en la mente. Ríos puros de los que muchos viajeros beben directamente sin ningún recato. Tanta pureza, en pleno siglo XXI, es muy difícil de encontrar.