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Adrián Ausín

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Boda en Reikiavik

QUINCE DÍAS EN ISLANDIA (y 13)

El plan inicial del último día es visitar una pequeña isla, Vestmannaeyjar, y cerrar el viaje, con dudas, por su masificación, en la famosa Laguna Azul, las aguas termales tan fotografiadas en todas partes y que, además, están a solo veinte minutos del aeropuerto. Pero la noche anterior llegan sorpresas en internet. La laguna está completa hasta las ocho de la tarde. No hay por tanto margen. Y la web del ferry a la isla no te deja reservarlo, pero dice que ya te mandarán un mensaje. Raro. Tiras para allá. Pero este sábado amanece lluvioso. Cae la lluvia con virulencia, hay un poco de viento y hay brumas. Con esos mimbres, el plan de la isla no parece adecuado. Con lluvia, mejor el abrigo de la capital. De modo que reorientas viaje y tiras para Reikiavik. Al final, fue bueno no poder reservar ni laguna ni ferry, pues con lluvia intensa ninguno de los dos planes era adecuado.

En apenas dos horas estás en Reikiavik. Es aparcar y dejar de llover. Perfecto. Has repasado sus museos. Los hay singularísimos. Como el Museo del Pene, así como suena, donde hay expuestos penes de todo tipo de animales, incluidos los de dos patas, o sea, nosotros los humanos. También hay un museo del chocolate, tan necesario en el invierno islandés. Descartas ambos. Además, toca comer, pues después de las dos de la tarde hay restaurantes que ya no sirven almuerzo. Intentas sin mucha fe el Messinn, muy recomendado en la guía. Y hay sitio. Se trata de un restaurante con su tipismo, con añeja elegancia y un diseño interior muy acogedor. La comida es un gran éxito. Pedimos dos sopas de marisco para chuparse los dedos, un pescado a la sartén, especialidad de la casa, para compartir y un postre de manzana para quitar el hipo. Riquísimo todo.

Con la barriga bien forrada, sin lluvia, empiezas por el Museo de Arte de Reikiavik imaginando lienzos llenos de nieve y de accidentes geográficos. Tiene que ser original, diferente. Pero te sale rana la apuesta. El edificio está dedicado al completo a un autor del siglo XX que debe de ser una eminencia en el país, pero que no te atrae en absoluto. Se trata de Erró. Cuando has visto sus lienzos chillones, chirriantes, un punto adolescentes, con buena técnica claro está, le dices a la esposa: “Erré”. “Erramos”. “Erró”. Pero bueno, bien está ver de qué va la cosa islandesa en el plano artístico, máxime con la placidez que te da haber comido como un mariscal de campo.

Al salir te adentras de casualidad en la calle más antigua de Reikiavik: Grjótaborp. Sus casas la delatan. Es como una coqueta calle de pueblo, con sus edificios añejos, su arbolado y sus flores en mitad de una ciudad que posee todos los ingredientes para no parecerlo. Pues Reikiavik no tiene apenas tráfico, ni casas altas, ni grandes concentraciones humanas más allá de cuatro animadas calles. Todo en ella es plácido, relajado, silencioso…

Sigues por el gran estanque, punto de encuentro de los capitalinos, un relajante lugar lleno de patos y cisnes que te permitirá contemplar una boda a la islandesa. Ves un descapotable aparcado ante una iglesia, de la que empieza a salir gente. Paras a cotillear. Los hombres van bastante majos. Con sus trajes grises y sus melenas rubias. Lo de ellas no tiene nombre, salvo una señora que parece emparentada con la realeza británica, acaso la mayor del grupo, el resto de las féminas mete mieu, con muy poco gusto, muy floripondiadas. Una de ellas, una rubia bien metida en carnes, va ataviada con un vestido corto color oro intenso. Los novios son majos. Al final, aplaudimos todos los cotillas de la calle a la comitiva nupcial, contagiados de la pachorra islandesa. ¡Viva la boda!

Nos acercamos al Harpa, el elegante auditorio acristalado construido a pie de mar ideado por el estudio de arquitectos Henning Larsen e inaugurado en 2011. Espectacular por dentro y por fuera. Este día hay un espectáculo titulado algo así como ‘Cómo convertirse en islandés en una hora’. Parece de coña. Pero no sabes en qué idioma será ni tienes margen para verlo. Finalizas el día en Reikiavik callejeando y, por último, subiendo a la torre mirador de la catedral, desde donde divisas el apacible centro de la ciudad mirando al mar. Toca a su fin el viaje. En 40 minutos, dejas al fiel Suzuki Jimny en el edificio anexo al aeropuerto internacional de Keflavik. Luego vas a la terminal. Son las siete y media de la tarde.

El vuelo debe salir a las diez de la noche. No sabes a esa hora que tu vuelo con Vueling se va a cancelar in extremis por una avería del avión. Habrá horas de incertidumbre, tensión para conseguir un tique para un hotel situado a dos horas, vuelta de madrugada, pérdida del enlace del Prat a Asturias. Un sindiós final, volcánico, que te despide del país más plácido y bello acaso de todos los que has estado. Algo así como para recordarte que, pese a las apariencias, en el subsuelo de Islandia la tierra sigue ardiendo, mientras en la superficie conviven inmensos glaciares con infinitos campos de lava con espectaculares cataratas con ríos, montes, valles y casitas de colores. Es Islandia un volcán de belleza en continua erupción que no te podía despedir silencioso. Ruge, entre vientos cortantes, en la despedida para dejarte claro que la belleza en estado puro, como los mejores diamantes, tan pronto te deslumbra como te corta el aliento. ¡Hasta siempre, Islandia!

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Gijón y otras hierbas

Sobre el autor

Adrián Ausín (Gijón, 1967) es periodista. Trabaja en el diario EL COMERCIO desde 1995. Antes, se inició en la profesión en Bilbao, Sevilla y Granada. En 2019 escribió para el Ateneo Jovellanos el catálogo 'Gijón Escultural'. Luego publicó la novela por entregas 'Cilurnigutatis Boulevard' en Amazon (2021). De la comedia pasó a la tragedia, sin anestesia, en la distopía 'El buen salvaje' (2022), donde denuncia los peligros para el hombre del abuso de las nuevas tecnologías. 'García' (2023) se pasa al costumbrismo con todos los ingredientes de la novela clásica, ambientada en el Gijón de 1979.


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