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Adrián Ausín

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El apeadero de Pinzales

Si Michael Jackson levantara la cabeza lo elegiría, sin duda, como escenario de una nueva versión de ‘Thriller’, con muertos vivientes de pelaje cilúrnigo. Hablamos del apeadero de Pinzales, enclave inhóspito y desconocido para el gran público que, en caso de hallazgo, el hampa, en sus diferentes versiones (robo, asalto, tráfico de estupefacientes, blanqueo de capitales, trata de blancas…), lo declararía sede episcopal imperecedera.

Sin salir del concejo de Gijón, cualquier incauto puede vivir una experiencia religiosa si monta en el tren de Laviana y decide bajarse por las circunstancias que sean en este aterrador apeadero, donde solo faltan los muertos vivientes de ‘Juego de Tronos’, esos espectaculares y carcomidos mediohombres de ojos acero azul, para dar ambiente al extraño páramo de abandonos que uno se va a encontrar. No estamos hablando de trenes que se queden atascados en los túneles por discrepancias de tamaño o de curvas no aptas para las desmelenadas velocidades de la vía estrecha. Hablamos de cosas más serias.

En pleno 2023, un pasajero despistado que decida bajarse en el apeadero de Pinzales se encontrará, en primer lugar, solo en mitad de la nada. Su inercia natural será girar hacia una triste carretera paralela al andén y ponerse a caminar hacia el valle de Fontaciera, en el caso de ser su destino. Sin embargo, al cabo de tres minutos, el asfalto se choca con una valla herméticamente cerrada. Decidirá sin duda dar la vuelta. Tras regresar al apeadero en busca de una salida sondea entonces la opción de cruzar las vías a ver si al otro lado la polvorienta explanada existente conecta con la carretera que (parece escucharse) discurre al otro lado de la maleza. Nada. Todo es foresta ruda, tupida y descuidada. Solo apta para el delito. Mira entonces a todos lados. Pero no hay salida alguna. La sensación empieza a ser opresiva, máxime cuando no se respira vida alguna alrededor. Todo está herméticamente cerrado. Salvo las vías.

Entonces, el pasajero perdido realiza una llamada de socorro. Su interlocutor, felizmente, le da las claves. Debe volver hacia la verja cerrada y un poco antes de chocarse con ella girar contra las vías del tren, atravesarlas y caminar por la orilla opuesta sobre el grueso pedregal, ceñido al tendido. Lo hace. Pero se siente idiota. O en un país de tercera. O cuarta. Al cabo de un par de minutos la senda se estrangula y debe franquear un puente ferroviario por un estrecho borde. Pisa entonces una textura plástica, que oculta un cableado, y está a punto de caerse de cabeza al río. Tras el susto, se endereza y supera el obstáculo. De repente, suena vida a su espalda. Es el tren. Otro tren. Que bien podría haberlo atropellado en el puente, donde apenas hay espacio para la maquinaria y el paso de un peatón a la vez.

Con el susto en el cuerpo, unos cien metros adelante, irrumpe la carretera a la izquierda y el sufridor de esta experiencia propia de una cámara oculta pone sus huesos a salvo con la sensación de haber huido milagrosamente de una ‘escape room’. Se habla mucho de Feve últimamente. Y con motivo. Se habla también de la variante de Pajares. Con más motivo. Pero si usted quiere hacer un viaje en el tiempo, si gusta de las emociones fuertes, si está en casa aburrido o aburrida o aburride y no sabe cómo dar sentido a la tarde, no lo dude. Vaya a la estación y sáquese un billete a Pinzales. Así, con decisión. Sin dudar. Por un euro con setenta y en cuestión de trece minutos sabrá lo que es vivir una emoción de las de verdad, made in Miguel De la Cuadra con cimitarra. Pero un consejo final: no olvide mochila, frontal y desbrozadora. La emoción está garantizada.

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Gijón y otras hierbas

Sobre el autor

Adrián Ausín (Gijón, 1967) es periodista. Trabaja en el diario EL COMERCIO desde 1995. Antes, se inició en la profesión en Bilbao, Sevilla y Granada. En 2019 escribió para el Ateneo Jovellanos el catálogo 'Gijón Escultural'. Luego publicó la novela por entregas 'Cilurnigutatis Boulevard' en Amazon (2021). De la comedia pasó a la tragedia, sin anestesia, en la distopía 'El buen salvaje' (2022), donde denuncia los peligros para el hombre del abuso de las nuevas tecnologías. 'García' (2023) se pasa al costumbrismo con todos los ingredientes de la novela clásica, ambientada en el Gijón de 1979.


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