Encuentro fortuito en pleno centro, en concreto junto a la plaza del Seis de Agosto, entre dos gijoneses que se conocen de forma mediana y hace largo tiempo que no se ven. Él dice: «Ei». Y ella contesta: «¿Qué tal? ¿Todo bien?». Él replica: «Bien. Aquí endulzando el paladar» (pues están a las puertas de una pastelería). Al saludo convencional de ella, le sigue otra pregunta adicional: «Entonces, ¿qué tal? ¿todo bien?». Ha añadido ‘entonces’, pero la pregunta evidentemente es la misma. La repetición descoloca al varón, que no sabe muy bien cómo salir del trance. Balbucea algo inconexo cuando llega, por tercera vez, la misma pregunta con una contracción: «Entonces, ¿todo bien?». El desmoronamiento es total.
Pasa unos días aturtido, reflexionando sobre las relaciones humanas y, llegado el sábado, decide darse a la bebida con un amigo. Cuando están a las puertas del Kitch, de madrugada, aparece otra vieja conocida, se acerca al amigo y lo suelta de nuevo: «¿Qué tal? ¿Todo bien?». Él contesta risueño y breve. Y ella contaataca: «¿Qué tal? ¿Todo bien?». ¡De nuevo el mismo infierno! ¡Y esta vez sin ni siquiera variaciones!
Desolado, nuestro cilúrnigo decide abrir una investigación sobre otro tipo de relaciones, a ver si se dan los mismos problemas. A la mañana siguiente, paseando por San Lorenzo, observa a un cangrejo en la pared del Muro. Perdona la molestia, ¿puedes decirme cómo os saludáis en el predreru?
–Pues mira, no hay trato. Estábamos hartos de saludos convencionales a todas horas y decidimos, hace largo tiempo, andar para atrás. Así, sin cruce de miradas, no hay que andarse con pijadas.
Perplejo por el razonamiento, le pregunta si no se sienten solos.
–En absoluto. Cuando estamos encuevados con la familia todo va de perillas. Es al salir al prederu, o a esta bonita pared, cuando no nos andamos con chorradas. Aquí cada uno a lo suyo.
Queda una última cuestión sobre la marcha atrás. ¿No chocan?
–Jamás. No somos tan torpes como esos perros que corren por la arena como chiflados.
El cilúrnigo busca una tercera opinión. Llega a casa con tres docenas de oricios, quizá los últimos de la temporada, y antes de hincarles el diente, decide preguntar lo mismo al que parece más espabilao.
–¿Es que no lo ve? Estamos condenados al individualismo más absoluto. Con este cuerpo, ¿cómo podría uno siquiera besarse con su pareja?
La respuesta, casi entre lágrimas, deja perplejo al humano. O sea que eso de ser hermafroditas no es por gusto, sino por necesidad.
–Pues claro. Sin movilidad, con púas por todos lados y encima boca abajo para agarrarnos bien, ¿qué saludo ni qué hostias?
Presa de los nervios por tan dramática confesión, pregunta sin querer: «Entonces ahí dentro, ¿qué tal? ¿todo bien?». El oriciu, sabedor de su inminente final, apostilla:
–Acaba de una vez y lo verás tú mismo.
(Publicado en EL COMERCIO el 5 de mayo de 2017)