En los confines de Gijón, ahí donde lindamos con Villaviciosa, a unos metros de la rotonda de Quintes, se inició la invasión marciana. Era el de 2017 un verano extremadamente cálido, abrasador incluso, los humanos habían empezado a tener comportamientos paranoides, abducidos por una luz inusualmente cegadora y los alienígenas, tras años de minuciosa observación, consideraron llegado el momento de conquistar la Tierra partiendo de una prueba de fuego que espoleara su plan invasor:tomar Gijón, la fortaleza histórica del cilúrnigo, el oriciu y el babayu sabelotodo. Si la misión tenía éxito, maquinaron, lo demás sería pan comido. Así fue cómo depositaron una noche las dos primeras máquinas de guerra. Tres días después, nadie había mirado para ellas: ni los conductores ni los vecinos ni la Guardia Civil, siquiera.
La confusión, pensaron los bichos rojos, jugaba a su favor. Tras la novela de Herbert George Welles (1898), el programa radiofónico de Orson Welles (1936), el cine (1953 y 2005), la música de Jeff Wayne (1978) e incluso los videojuegos (1998) de ‘La guerra de los mundos’ los humanos no se iban a tomar en serio el desembarco de otra vida en la Tierra. Lo considerarían algo asociado a la ‘ciencia ficción’, de modo que cuando quisieran reaccionar ya sería demasiado tarde.Ni la torre de El Musel ni la del aeropuerto de Santiago del Monte notaron nada raro aquella palpitante noche de julio en la que de una nave giratoria se desprendieron dos artefactos de guerra en la rotonda de Quintes. En los días sucesivos, ya no eran dos, sino cientos, miles;con el grueso del ejército mariano instalado en un páramo llamado ‘Zalia’, vacío, llano y a tiro de las principales ciudades astures.
Cuando las máquinas irrumpieron en San Lorenzo aquel domingo de canícula reinó la confusión, tal y como preveían sus satánicas majestades del espacio. Los bañistas empezaron a señalarlas y a preguntarse:¿Esto ye del Festival Aéreo? El primer cañón apuntó, lanzó su rayo y dejó carbonizado, pero vivo, al primer playu que pilló por banda. La parroquia tomó el caso como una exhibición de bronceado instantáneo, un espectáculo extra del verano gijonés que permitía acortar con rapidez la fase de tostado corporal. Cuando los marcianos se quisieron dar cuenta, había una larga cola en el arenal para recibir su descarga. «Apunta bien, gallu», decía el segundo mirando a la sala de mandos. Todo el plan se había ido al garete. Su arma letal resultaba inocua en esta aldea celta poblada por extraños seres ajenos a cualquier manifestación de terror. Un marciano decidió asomarse desde su atalaya a ver si desataba el pánico, pero solo logró una llamada de atención por megafonía:«El roxu esi que vaya al botiquín pa que le echen crema». Si en sus anteriores ataques a la Tierra fueron las bacterias su peor enemigo, esta vez habían dado con un fenómeno imprevisto: el playu. La orden de evacuación fue inmediata.
(Publicado en ELCOMERCIO el viernes 30 de junio de 2017)