(Once días en Escocia 3)
Dicho está que la belleza de Edimburgo salta a la vista. No hace falta explorar mucho. Sin embargo, por ponerle un pero, cuando finalizas el viaje a Escocia te darás cuenta de que su castillo, su famoso castillo, es el menos guapo de todos los que has visto. Su gracia está en la ubicación, como si fuera la proa de un barco desde la que contemplas la ciudad histórica. Eso es todo. Pues está prácticamente vacío de contenido. Y tampoco es una construcción admirable. Siendo de Gijón, había que empezar la crónica edimburguesa metiéndose con ‘Oviedo’, pues ya hemos hablado de las similitudes. Ahora bien, Edimburgo deslumbra al primer golpe de vista, en especial, al adentrarte en su Milla de Oro, esa larga avenida central que, a modo de columna vertebral del casco histórico, va desde el castillo hasta el palacio real donde habitó María Estuardo.
En la Royal Mile todo el mundo empieza por el castillo. Sinceramente, es prescindible, aparte de caro, aunque lo dicho, desde él se divisa maravillosamente la ciudad. Desde sus puertas hacia el palacio cada edificio merece una parada, todo armoniza. Los comercios te recuerdan a cada paso que estás en Escocia, pues constituyen una sucesión de bufandas, trajes escoceses con sus características faldas y galletas Walkers. Un poco
turisticón, pero a su modo exótico. La catedral tiene miga, unas bonitas vidrieras y un look diferente al que estamos habituados. Luego hay una sucesión de ‘atractivos’ a los que renuncias: la casa de un rico mercader, unas galerías subterráneas con personajes teatrales que reproducen cómo se vivía en los submundos de Edimburgo en los tiempos de la peste… Vas directo al palacio real,
con una parada exterior en el Parlamento escocés, obra de un catalán ya fallecido, Enric Miralles. Se inauguró en 2005 y es, digamos, singular. En la ciudad no gustó. Se consideró demasiado vanguardista.
A unos metros, llega el contraste. Al otro extremo del castillo, en apenas quince minutos de paseo por la Royal Mile, estás en el palacio real, donde se acaba la city. Holyroodhouse, residencia oficial de la familia real en Escocia, es visita obligada. En sus habitaciones vivió María Estuardo su drama. Se casó joven mientras la educaban para reina en Francia, el marido duró medio afeitado y regresó a Edimburgo viuda y con un hijo, el heredero. Con su segundo marido tuvo otro hijo y éste, por celos y por garantizar la sucesión a su neno, en un mismo
día se cargó a quien creía su amante y a su primer hijo. El celoso lord Darnley sería a su vez pasado a cuchillo poco después, se cree que por el nuevo amante de María Estuardo que se convertiría en el tercer marido. Pero la jugada le salió bien a Darnley: su hijo acabó por ser doblemente rey: Jacobo VI de Escocia y Jacobo I de Inglaterra, unificando ambos países en 1603. Todo ello después de que la reina de Inglaterra, Isabel I, muriese sin descendencia y de que, tras 19 años encarcelada, mandase decapitar poco antes a su prima María Estuardo. A esta fascinante historia se suma la actualidad: una vez al año, la familia real británica celebra un multitudinario acto social en este palacio, en cuyos jardines se monta una gran carpa animada por gaiteros. Una videoproyección lo reproduce en un gran salón. En esos jardines, el palacio linda con el esqueleto de una abadía del siglo XII. Quedan sus paredes e impactan haciendo un precioso contraste con la campiña del entorno.
El otro gran atractivo de Edimburgo fluye paralelo a la Milla pero en un ‘piso’ inferior. Si el castillo, el palacio y su gran avenida forman un gran barco elevado, a un lado, cincuenta metros abajo, está la gran calle comercial, Princes Street, repleta de tiendas de alta gama y de bullicio; y paralela a ésta la George Street, igualmente imponente. Destaca entre ellas un difícilmente encasillable monumento a Sir Walter Scott, lleno de mugre, al que no vendría mal un lavado de cara. También se honra en Edimburgo a Adam Smith, otro de sus paisanos ilustres. Cuando ya se ha pateado bastante, a media tarde, procede refugiarse en los pubs escoceses, para descansar, repostar y cenar ligero. En la zona de Princes hay varios. Amplios, lujosos, de techos altos. Con buenas barras y en algún caso, con butacones. A las seis de la tarde se llenan de currantes ávidos de una pinta al salir del trabajo. Son lugares perfectos para relajar, repasar el día y también cenar. La cerveza negra de caña está cojonuda y combina de cine por ejemplo con un plato de quesos de la tierra.
Esta es la esencia de Edimburgo. Pero siempre hay más. Por ejemplo, subir al Monte Arthur. Son apenas 40 minutos. Y desde la cima, además de un viento infernal, puedes divisar todo de un plumazo, desde el casco histórico hasta la sucesión de barrios que acaba por morir en el mar del Norte y en un dique donde está atracado el ‘Britannia’, el yate que tanto usó la familia real convertido ahora en visita turística. El Museo Nacional de Escocia tiene un pupurri de cosas inagotable acumulado en un preciso edificio blanco de entrada gratuita. El Scottish National Gallery tiene cosinas. Y el Scottish National Portrait Gallery está en un precioso edificio donde se acumulan retratos de escoceses ilustres, como Sean Connery. A quien le inquiete el ‘Código DaVinci’ a un cuarto de hora de autobús, en las afueras de Edimburgo, tiene la capilla en la que se inspiraron pasajes de este culebrón, la Rosslyn Chapel. Mejor patear Edimburgo hasta agotarse y cuando llegue ese momento refugiarse en un pub. Hay cientos. Y aquí, como en Glasgow, gusta la música en directo y en diferido. En dos días se puede ver lo gordo. Dejas lo flaco para la próxima. Y tomas el tren a Glasgow.